"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

domingo, 24 de octubre de 2010

DÍA DE GLORIA. POR INÉS CAROZZA



Para Carlos…, para su niñez.

Esa noche no pudo dormir, su cabeza era una cancha de fútbol. Las jugadas se sucedían en su mente una y otra, las estrategias, los pases, los posibles aciertos… Es que había campeonato en el Schettino, su colegio y Alaya, el maestro de sexto dirigía, organizaba y seleccionaba a los pibes. Él estaba en la primera. Sí, porque Alaya no se venía con chiquitas y cuando organizaba lo hacía a lo grande, así que había primera, reserva, tercera, todo a imagen y semejanza del fútbol profesional.
Por eso, esa noche no durmió, pensaba en Gentile, en su estructura de ropero enorme que llenaba el arco…, entonces ¿cómo meterle un gol? La preocupación le quitaba el sueño, lo hacía revolverse entre las sábanas y se devanaba los sesos ¿cómo iba a entrar la pelota con semejante grandulón?

Pero todo pasa y pasó la noche. Esa mañana mientras caminaba para la escuela los nervios lo consumían y es que de pronto otro obstáculo se interponía entre él y el arco. Sólo lo notó cuando preparaba el bolso con la ropa del equipo. Algo que en sus devaneos nocturnos no había tenido en cuenta y era la falta de botines. Todos tenían botines y él jugaba en zapatillas, unas Pampero de lona que le quitaban potencia al tiro, que lo hacían parecer un jugador de cuarta que pateaba sin fuerza, como acariciando la pelota en vez de enfrentarla con bronca.

Alaya además de dirigir oficiaba de árbitro, sonó el silbato y comenzó el encuentro. Los rivales se movían en el campo con la destreza de profesionales, ellos en cambio en el primer tiempo no se ponían de acuerdo, se perdían en persecuciones absurdas del balón, algunos se querían lucir y hacían jueguitos inútiles dejando que los otros dominaran en el medio campo. El partido se jugaba en una sola parte de la cancha y García que no tenía el tamaño de Gentile hacía lo que podía en el arco. Él se movía en la defensa, se la pasaba a Aguirre, había que evitar que llegaran los tantos del adversario. Así entre jugadas frustradas, insultos de la hinchada y manotazos, terminó ese tramo del partido. No habían jugado bien pero todavía estaban cero a cero.

En el entretiempo, fueron al baño, tomaron agua y se reunieron en el silencio del aula vacía. Fue cuando una película con los acontecimientos de los últimos días pasó ante sus ojos. Alaya lo había llamado para decirle que estaba en la primera, que a Zucconi lo habían tenido que operar de urgencia de apendicitis y que el partido ahora dependía de él, de su actuación. Alaya le había depositado su confianza y no podía defraudarlo, le había dado la oportunidad de demostrar que él estaba para más, aunque muchas veces su timidez le causara malas pasadas.
Ese fue su día de gloria. Salió a la cancha con una fuerza inusitada, esa que se siente cuando uno se juega la vida por algo que se ansía mucho. Cuando terminó, los pibes vivaban de alegría, estaban felices y él era un héroe, el autor de los tres goles que los habían convertido en ganadores del campeonato. Cada uno de los tantos había hecho temblar el arco, el primero pegó en el poste y cuando entró Gentile quedó anonadado. El segundo fue gracias a un pase de Rollano en el área chica, él recibió la pelota, la paró, dudó y cuando se dio cuenta no lo podía creer. El gol gracias a un remate cruzado y a media altura hizo rugir de rabia a la hinchada rival. Antes del tercero, tocaba el cielo y cuando Cruz se la pasó a Pintos, él ya sabía que era suya. Gentile estaba aturdido, desconcertado, toda su enormidad no había podido parar ese bombazo, pateado al ángulo con la furia del que se sabe vencedor.

Cuando dejaron la cancha y se internaron en los baños para refrescarse, se sacó las “Pampero” de lona y las besó, tenía los pies hinchados y doloridos, se escapaban de las zapatillas pero no le importaba, sólo tenía fuerzas para escuchar el galope de su corazón, que veloz y feliz volaba en el arco de su pecho.

lunes, 18 de octubre de 2010

LA INSPIRACIÓN. POR PABLO DE SANTIS.



El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado
muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido
provocada por alguna sustancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en
las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejo literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de
Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la
resolución de varios enigmas- entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados
“crímenes del dragón”-, Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias
imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja, se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta
Siao: el pincel de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que
acostumbraba a sellar sus composiciones.

-Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé
que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles- dijo Feng-.
¿Por qué todo esto está casi sin usar?
-Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a
trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la
inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse en la habitación. Durante un largo rato, se
sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

-Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del
emperador- dijo Feng apenas despertó-. ¿Tenía enemigos?
El consejero imperial tardó en contestar.

-La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer
en él.

Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque
ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido
contra Ding, quien se llama a sí mismo “el poeta celestial”, le ganó su odio. Pero ni
Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.

-¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
-La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el
emperador le envió a uno de los médicos para que se ocupara de él. En cuanto a
Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios
jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.
- ¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

Sí, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de
Ding tal vez no respeten ninguna de nuestra antiguas reglas, pero no creo que
alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!
-¿Un rayo?
- Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng,
tengo un gusto anticuado y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del
palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao.

A la noche, anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió
con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de
bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.

-“Cometa en llamas”- leyó el consejero-. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao
recuperar la inspiración?
- Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se
detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Ésa fue una de las armas de Ding.

-Imagino que la otra fue la cometa- dijo el consejero.
- Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la
inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:
Una cometa en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding.

- Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema
que hubiera elegido Siao- Feng limpió con cuidado el pincel-. Como asesino, acepta
las simetrías. Para matar a un poeta, eligió la poesía.

lunes, 11 de octubre de 2010

EL ROBO. POR BEATRIZ FERRO.


No era la primera vez que aparecía por allí. El visitante recorría las salas del
museo mirando los cuadros casi de reojo, por cortesía, hasta llegar a “Jardín en
otoño”.

Allí se detenía.

Era un jardín simétrico, con dos senderos que abrazaban un macizo central de
flores lilas y se perdían a lo lejos. Arbustos como fondo del cantero florido; más
arbustos y árboles frondosos en hilera, custodiando el lugar por ambos lados.
Un plácido jardín de otros tiempos, solitario y dueño de sí mismo. Ausente la
casa y, si la había, debía ser una casona cerrada y sin gente.

Uno podía recorrer con los ojos los senderos hasta el impreciso horizonte de
follaje y preguntarse qué habría más allá, como si el jardín oficiara de antesala de
otros paisajes y otros mundos.

Era un buen cuadro, uno de los más valiosos del museo.
La primera vez que el guardián observó a aquel hombre menudo, arrobado
ante la tela no sospechó de él. Pero la escena se repitió varias veces y su
desconfianza creció con cada visita.

En una ocasión lo sorprendió atisbando el perfil del marco como si quisiera
ver el dorso del cuadro. Otra vez lo pescó mirando nerviosamente a uno y otro
costado para asegurarse de que no había testigos.

El guardián sabía que el robo era inminente y trató en vano de imaginar qué
recursos usaría, en qué momento, y si tendría cómplices.

Un día de lluvia, el museo casi desierto, reapareció el visitante. Se sacudió
unas gotas del impermeable y merodeó de sala en sala hasta llegar al cuadro.
El guardián se ubicó estratégicamente en un ángulo desde donde no le
perdería pisada.

Fueron unos minutos de descuido, cuando tuvo que contestar un teléfono que
nadie atendía. Aunque volvió rápidamente a su puesto, el visitante ya no se veía.
Corrió hacia el cuadro pero no llegó a tiempo para impedir el robo.
La sala estaba vacía.

El guardián lo vio alejarse, inalcanzable. El hombrecito había llegado casi al
final de uno de los senderos de ”Jardín en otoño”; unos pasos más y, sin volver la
cabeza, se esfumó detrás del muro de follaje.
Lo único que quedaba de él era su impermeable en el piso, debajo del cuadro.

Ya no volvería.
Ninguno de los que han sido robados por un cuadro ha regresado.

domingo, 3 de octubre de 2010

EL CREADOR DE LA PATAGONIA.



No hay tehuelche que no lo sepa. Antes de la llegada de los primeros hombres
blancos, ellos conocían muy bien cómo se originaron el mar y la dilatada meseta
patagónica, el mundo ventoso y frío donde pasaban sus vidas.
En el principio, dicen, estaba Kooch, sentado solo en medio de la niebla.
¿Cuánto llevaba allí? La eternidad le pesaba en el corazón…Sin poder evitarlo,
comenzó a llorar de tristeza.

Terrible era eso. El agua corría en torrentes desde sus ojos y se acumulaba a
sus pies. Subía y subía. Cuando estaba a punto de cubrirlo, Cooch dejó de llorar y
lanzó un suspiro, tan poderoso que disipó la niebla. Sin querer, había creado el primer mar y el primer viento, que encrespaba las olas.

Intrigado, quiso ver su obra. Se alejó un poco en el espacio y levantó un brazo,
abriendo una gran brecha en la oscuridad. La fuerza de su golpe generó una chispa
inmensa, que fue a alumbrar sobre el mar. Así nació Xaleshen, el sol.
Y del sol surgieron las nubes, que proyectaron sus sombras ligeras en ese
mundo recién creado.

Kooch, al contemplarlo, decidió que algo faltaba en esa gran extensión de
agua, e hizo surgir una isla. Enseguida la rodeó de cardúmenes y la pobló de vida.
El viento, sobre ella, se convirtió en brisa, y las nubes dejaron caer una lluvia
suave que hizo crecer la vegetación.
Kooch, satisfecho, creó una segunda isla junto a la primera y se marchó al
horizonte.

Pero Tons, la oscuridad, todavía estaba sobre el mundo, y allí, en las islas, dejó
a sus hijos, los gigantes, para que las hicieran suyas.
Uno de ellos, llamado Noshtex, deseaba a la nube Teo. Día y noche se
quedaba viéndola embobado, cuando paseaba con sus hermanas.

Un día decidió raptarla y se la llevó a su caverna por la fuerza.
Las hermanas de Teo, furiosas al no encontrarla, se arremolinaron en una gran
tempestad que lo cubrió todo. El agua bajó en torrentes por las laderas de las
montañas arrastrando árboles y rocas, inundando las cuevas de los animales y los
nidos de los pájaros, antes de derramarse en Arrok, el mar amargo.

Luego de tres días de lluvia incesante asomó el sol, y al enterarse del rapto fue
al horizonte, donde estaba Kooch, para darle la noticia.
- El que lo haya hecho, será castigado – dijo Kooch – si Teo espera un hijo será
mucho más fuerte que su padre…

Al día siguiente, cuando el sol salió a devorar la neblina, contó a las nubes las
novedades. Xóchem, el viento, las llevó a la tierra, donde las oyó el chingolo. Y el
chingolo se lo contó al primero que se le cruzó y así, al poco tiempo, todos los
animales de las islas sabían lo que había dicho Kooch.
Pero también Noshtex las escuchó, de boca del viento, y tuvo miedo. Entró a la
gruta con la intención de devorar a Teo y a su hijo. Arrancó al bebé del vientre de su madre, y cuando estaba por comérselo sintió un fuerte dolor en el pie.
Era Ter-Werr, una tuco.tuco que había excavado su casa en el fondo de la
cueva. Con sus largos dientes de roedor mordió el talón de Noshtex y salvó al bebé.

Apenas el monstruoso dejó en el suelo para frotarse el pie dolorido, la tuco-tuco se lo llevó al exterior, y pidió, ayuda a los demás animales.
Kius, el chorlo, sabía que Kooch había creado una nueva tierra más allá del
mar amargo, y sugirió llevarlo hasta allí.

Aunque Noshtex casi los alcanza, consiguieron poner al bebé sobre el lomo de
un cisne blanco, que remontó vuelo rumbo al este, donde Elal, el hijo de la nube y el
gigante, viviría sin peligro, porque los gigantes temían al agua.
A esta tierra ventosa y fría, que los blancos llamaron Patagonia, llegaron el
cisne y su carga, y el ave no descansó hasta posarse en la cumbre del cerro Chaltén.
Pero no llegaron solos. El resto de las aves vino poco después, y los peces
grandes y pequeños que rodeaban las islas originales y los animales terrestres, unos
sobre otros, helados de frío. Todos cruzaron el mar, para no abandonar al pequeño
Elal. Y el cielo, y las lagunas, y las laderas de los montes se llenaron de vida.
Elal pronto aprendió que esta tierra también tenía sus peligros. Aquí habitaban
Kokeske y Shíe, el frío y la nieve, dos hermanos que se consideraban amos y señores.
Cuando Elal quiso bajar del Chaltén lo atacaron, dispuestos a matarlo. Pero el
pequeño demostró que no sería tan sencillo como ellos pensaban.
Levantó del suelo dos piedras, y golpeándolas produjo la chispa generadora del
fuego, que lo protegió de los hermanos y los ahuyentó. También se construyó un arco
y flechas, para cazar los animales que le servirían de sustento.
El mismo arco, poderoso, lo usó para ahuyentar el mar a flechazos y agrandar
la tierra seca. Y una vez que tuvo bajo su dominio un territorio enorme, rico y poblado por todo tipo de animales, modeló con barro a los primeros hombres y mujeres, los tehuelches.

Les enseñó los secretos para dominar la Creación; les dio el fuego, les enseñó
a rastrear animales y cómo cazarlos, cómo vestirse para soportar el duro clima…
Al fin, un día dio su tarea por cumplida. Reunió a las gentes y se despidió de
todos, encomendándoles que transmitieran sus conocimientos a las futuras
generaciones. Y partió, a lomos del mismo cisne que lo había salvado cuando era un
bebé.

Los tehuelches lo vieron alejarse y, cada tanto, disparar una flecha al mar.
Donde la flecha caía surgía una isla, y el cisne podía detenerse a descansar.
Dicen que en una de ellas, tan lejos que ningún hombre la ha visto jamás, vive
todavía Elal, junto a hogueras que jamás se consumirán, escuchando las historias de
los tehuelches que han abandonado este mundo…

Así escucharon la historia de Kooch y Elal los primeros hombres blancos que
llegaron a la Patagonia. Entre ellos estaba Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes, que dibujó el mapa de la costa continental y el de las dos islas donde todo comenzó, el día que Kooch se puso triste.

Enrique Melantoni.