"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 31 de marzo de 2011

ORFEO Y EURÍDICE PARTE I VIDEO (Presiona en la imagen para ver en pantalla completa)

ORFEO Y EURÍDICE PARTE II VIDEO

ORFEO Y EURÍDICE PARTE III VIDEO

EL MITO DE ORFEO Y EURÍDICE.


Orfeo es uno de los héroes griegos más conocidos, músico, poeta, filósofo, amante y protagonista de diferentes historias que han pasado de boca en boca desde los Días Antiguos hasta la actualidad, a través de los siglos y los siglos.

Aunque hay quien le da la paternidad a Eagro, rey de Tracia, muchos otros coinciden en que era hijo del mismo Apolo, fruto de una de sus aventuras con la musa Calíope. Esto explicaría sus tendencias artísticas desde la infancia, y su asociación con el sol, símbolo de su padre. También se cuenta que fue éste quien le regaló su primera lira, instrumento musical de siete cuerdas a las que Orfeo añadió dos más para que fueran nueve, como las musas.

Cuentan que cuando Orfeo tocaba no sólo los hombres, animales y dioses se quedaban embelesados escuchándole, sino que incluso la Madre Naturaleza detenía su fluir para disfrutar de sus notas, y que así, los ríos, plantas y hasta las rocas escuchaban a Orfeo y sentían la música en su interior, animando su esencia. Más de una vez este mágico don le ayudó en sus viajes, como cuando acompañó a los Argonautas y su canto pudo liberarles de las Sirenas, o pudo dormir al dragón guardián del vellocino de oro. Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión...

Además de músico y poeta, Orfeo fue un viajero ansioso por conocer, por aprender... estuvo en Egipto y aprendió de sus sacerdotes los cultos a Isis y Osiris, y se empapó de distintas creencias y tradiciones. Fue un sabio de su tiempo.


Con tantas cualidades, no era de extrañar que las mujeres le admiraran y que tuviera no pocas pretendientes. Eran muchas las que soñaban con yacer junto a él y ser despertadas con una dulce melodía de su lira al amanecer. Muchas que querían compartir su sabiduría, su curiosidad, su vitalidad.

Pero sólo una de ellas llamó la atención de nuestro héroe, y no fue otra que Eurídice, quien seguramente no era tan atrevida como otras y puede que tampoco tan hermosa... pero el amor es así, caprichoso e inesperado, y desde que la vio, la imagen de su tierna sonrisa, de su mirada brillante y transparente, se repetían en la mente de Orfeo, que no dudó en casarse con ella. Zeus, reconociendo el valor que había demostrado en muchas de sus aventuras, le otorgó la mano de su ninfa, y vivieron juntos muy felices, disfrutando de un amor que se dice que fue único, tierno y apasionado como ninguno.

Pero no hay felicidad eterna, pues si la hubiera, acabaríamos olvidando la tristeza, y la felicidad perdería su sentido... y también en esta ocasión sobrevino la tragedia.

Quiso el destino que el pastor Aristeo quedara también prendado de Eurídice, y que un día en que ésta paseaba por sus campos, el pastor olvidara todo respeto atacándola para hacerla suya. Nuestra ninfa corrió para escaparse, con tan mala fortuna que en la carrera una serpiente venenosa mordió su pie, inoculándole el veneno y haciendo que cayera muerta sobre la hierba.



No hubo lágrimas suficientes para consolar el dolor de Orfeo, y una noche de las muchas que pasó en vela llorando a su amada, decidió que si hacía falta, descendería él mismo a los infiernos de Hades para reclamar a Eurídice. Fue un viaje duro, tuvo que enfrentarse al guardián de las puertas de los Infiernos, Kancerbero, quien a punto estuvo de atacar pero que finalmente respondió a la música de Orfeo como otros tantos animales habían hecho anteriormente. Así fue como nuestro músico se internó en el submundo, sin cesar de tocar y de cantar su tristeza.

Cuentan que el mismo Hades se detuvo a escucharle, que las torturas se interrumpieron, que todos encontraron un momento de paz en la visita de Orfeo. Sísifo, condenado a subir una piedra hasta la cumbre de la montaña una y otra vez, detuvo su marcha; los buitres que torturaban a Prometeo desgarrando sus entrañas se posaron en el suelo y Tántalo, quien jamás podría saciar su hambre o su sed, rompió a llorar olvidando sus necesidades. Y los Señores del Infierno, Hades y Perséfone, quedaron conmovidos por la belleza del canto de Orfeo.

Así, decidieron devolver a la vida terrenal a Eurídice, con la condición de que ésta caminase detrás de Orfeo en el viaje de vuelta al mundo de los vivos, y que éste no mirase atrás ni una sola vez hasta que no estuvieran en la superficie. Y ambos emprendieron la marcha.

El viaje fue difícil, lleno de penurias. Si la bajada al Hades había costado, el ascenso fue aún peor. Eurídice seguía herida y débil, y las sombras se cernían sobre ellos amenazadoras, el frío se colaba en sus huesos, los tropiezos eran cada vez más frecuentes. A punto ya de llegar a la salida, cuando los primeros rayos de luz traspasaron las sombras, Eurídice dejó escapar un suspiro aliviada, y Orfeo olvidó la orden de Hades y miró hacia atrás por un instante. Entonces su amada empezó a desvanecerse, pues la condición impuesta había sido violada, y aunque Orfeo se lanzó sobre ella en un abrazo que la retuviera, no fue más que aire lo que estrechó entre sus brazos.

Orfeo intentó entonces descender de nuevo al Hades, pero Caronte, el barquero de la laguna Estigia, le negó la entrada, y ambos apenas pudieron despedirse con una mirada a través de las aguas. Y aunque esperó Orfeo siete días con sus siete noches en el margen del lago, acabó viendo que era demasiado tarde para enmendar su error, y marchó a vagabundear por los desiertos, sin apenas probar bocado, acompañado sólo por su lira y su música.

Tiempo después, Orfeo tendría un triste final, y acabaría siendo descuartizado y los trozos de su cuerpo, divididos y esparcidos. Su cabeza les llegó a las Musas a la costa de Lesbos, navegando por el río, según se dice, aún moviéndose sus labios llamando a Eurídice, y fue allí donde las musas la recogieron y le dieron sepultura.


Al cielo subió su música, transformándose en la constelación que lleva por nombre la Lira, que contiene la estrella Vega, una de las más brillantes del firmamento, como brillantes eran los ojos de su amada Eurídice, que tal vez siga esperándole aún en el Infierno, acompañada por el recuerdo de su canto.

martes, 29 de marzo de 2011

ACTIVIDADES SOBRE CUPIDO Y PSIQUE.

¿Quién es Psique?
¿Quién es Venus?
¿Por qué Venus decide vengarse de Psique?
¿Qué predijo el oráculo sobre el destino de Psique?
Relata como descubre Psique la verdadera identidad de su esposo.
¿Qué castigo recibe Psique?
¿A qué tipo de pruebas somete Venus a Psique para darle una última oportunidad.
¿Por qué Cupido desobedece a Venus?
¿Cómo culmina la historia?
Redacta un resumen del mito.

martes, 22 de marzo de 2011

EL MITO DE CUPIDO Y PSIQUE.


En una ciudad de Grecia había un rey y una reina que tenían tres hijas. Las dos primeras eran hermosas. Para ensalzar la belleza de la tercera, llamada Psique, no es posible hallar palabras en el lenguaje humano. Tan hermosa era que sus conciudadanos, y un buen número de extranjeros, acudían a admirarla. Incluso dieron en compararla a la propia Venus, y no advirtieron que, al descuidar los ritos debidos a esta diosa, tal vez estaban atrayendo sobre la bella y bondadosa joven un destino funesto. Venus, la diosa que está en el origen de todos los seres, herida en su orgullo, encargó a su hijo Eros: "Haz que Psique se inflame de amor por el más horrendo de los monstruos" y, dicho esto, se sumergió en el mar con su cortejo de nereides y delfines.

Psique, con el correr del tiempo, fue conociendo el precio amargo de su hermosura. Sus hermanas mayores se habían casado ya, pero nadie se había atrevido a pedir su mano: al fin y al cabo, la admiración es vecina del temor... Sus padres consultaron entonces al oráculo: "A lo más alto contestó la llevarás del monte, donde la desposará un ser ante el que tiembla el mismo Júpiter". El corazón de los reyes se heló, y donde antes hubo loas, todo fueron lágrimas por la suerte fatal de la bella Psique. Ella, sin embargo, avanzó decidida al encuentro de la desdicha.

Sobre un lecho de roca quedó muerta de miedo Psique, en lo alto del monte, mientras el fúnebre cortejo nupcial se retiraba. En estas que se levantó un viento, se la llevó en volandas y la depositó suavemente en un pradera cuajada en flor. Tras el estupor inicial Psique se adormeció. Al despertar, la joven vio junto al prado una fuente, y más allá un palacio. Entró en él y quedó asombrada por la factura del edificio y sus estancias; su asombro creció cuando unas voces angélicas la invitaron a comer de espléndidos platos y a acostarse en un lecho. Cayó entonces la noche, y en la oscuridad sintió Psique un rumor. Pronto supo que su secreto marido se había deslizado junto a ella. La hizo suya, y partió antes del amanecer.

Pasaron los días por la soledad de Psique, y con ellos sus noches de placer. En una ocasión su desconocido marido le advirtió: "Psique, tus hermanas querrán perderte y acabar con nuestra dicha". "Mas añoro mucho su compañía dijo ella entre sollozos. Te amo apasionadamente, pero querría ver de nuevo a los de mi sangre". "Sea ", contestó el marido, y al amanecer se escurrrió una vez más de entre sus brazos. De día aparecieron junto a palacio sus hermanas y le preguntaron, envidiosas, quién era su rico marido. Ella titubeó, dijo que un apuesto joven que ese día andaba de caza y, para callar su curiosidad, las colmó de joyas. Poco antes de que anocheciera, Psique tranquilizó a sus hermanas y las despidió hasta otra ocasión.

Con el tiempo, y como no podía ser de otra forma, Psique quedó encinta. Pidió entonces a su marido que hiciera llegar a sus hermanas de nuevo, ya que quería compartir con ellas su alegría. Él rezongó pero, tras cruzar parecidas razones, acabó accediendo. Al día siguiente llegaron junto a palacio sus hermanas. Felicitaron a Psique, la llenaron de besos y de nuevo le preguntaron por su marido. "Está de viaje, es un rico mercader, y a pesar de su avanzada edad..." Psique se sonrojó, bajó la cabeza y acabó reconociendo lo poco que conocía de él, aparte de la dulzura de su voz y la humedad de sus besos... "Tiene que ser un monstruo ", dijeron ellas, aparentemente horrorizadas, "la serpiente de la que nos han hablado. Has de hacer, Psique, lo que te digamos o acabará por devorarte". Y la ingenua Psique asintió.

"Cuando esté dormido, dijeron las hermanas, toma una lámpara y este cuchillo y córtale la cabeza". Enseguida partieron, y dejaron sumida a Psique en un mar de turbaciones. Pero cayó la noche, llegó con ella el amor que acostumbraba y, tras el amor, el sueño. La curiosidad y el miedo tiraban de Psique, que se revolvía entre las sábanas. Decidida a enfrentar al destino, sacó por fin de bajo la cama el cuchillo y una lámpara de aceite. La encendió y la acercó despacio al rostro de su amor dormido. Era... el propio dios Cupido, joven y esplendoroso: unos mechones dorados acariciaban sus mejillas, en el suelo el carcaj con sus flechas. La propia lámpara se avivó de admiración; la lámpara, sí, y una gota encendida de su aceite cayó sobre el hombro del dios, que despertó sobresaltado.

Al ver traicionada su confianza, Cupido se arrancó de los brazos de su amada y se alejó mudo y pesaroso. En la distancia se volvió y dijo a Psique: "Llora, sí. Yo desobedecí a mi madre Venus desposándote. Me ordenó que te venciera de amor por el más miserable de los hombres, y aquí me ves. No pude yo resistirme a tu hermosura. Y te amé... Que te amé, tú lo sabes. Ahora el castigo a tu traición será perderme". Y dicho esto se fue. Quedó Psique desolada y se dedicó a vagar por el mundo buscando recuperar, inútilmente, el favor de los dioses: la cólera de Venus la perseguía. La diosa finalmente dio con ella, menospreció el embarazo de la joven, le dio unos cuantos sopapos y la encerró con sus sirvientas Soledad y Tristeza.

El caso es que Venus decició someter a Psique a varias pruebas, convencida de que no podría superarlas; mas acudieron en ayuda de la joven las compasivas hormigas, las cañas de los ríos y las aves del cielo. La última prueba, en cambio, fue la más terrible: Psique bajó a los infiernos en busca de una cajita que contenía hermosura divina. En el camino de regreso, sin embargo, quiso ella misma ponerse un poco y, al abrir la caja, un sueño insoportable se abatió sobre ella. Y habría muerto, de no ser porque Cupido, su loco enamorado, acudió a despertarla: "Lleva rápidamente la cajita a mi madre, que yo intentaré arreglarlo todo" dijo, y se fue volando. En la morada de los dioses, a petición de Cupido, Zeus determinó que los amantes podían vivir juntos. Así que Hermes raptó a Psique y la llevó al cielo, donde se hizo inmortal. Y fueron juntos felices Eros y Psique y a su debido tiempo tuvieron una niña a la que en la tierra llamamos Voluptuosidad

lunes, 21 de marzo de 2011

Apolo y Dafne. Garcilaso de la Vega, soneto XIII.





A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían;

de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aun bullendo estaban;
los blancos pies en tierra hincaban
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!

domingo, 20 de marzo de 2011

EL MITO DE DAFNE Y APOLO.


Apolo, el dios del sol y de la música, era un gran cazador. Una vez quiso matar a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Párnaso. Habiéndola herido con sus flechas, la siguió, moribunda, en su huída hacía el templo de Delfos. Allí acabó con ella mediante varios disparos de sus flechas.

Delfos era un lugar sagrado donde se pronunciaban los oráculos de la Madre Tierra. Hasta los dioses consultaban el oráculo y se sintieron ofendidos de que allí se hubiera cometido un asesinato. Querían que Apolo reparase de algún modo lo que había hecho, pero Apolo reclamó Delfos para sí. Se apoderó del oráculo y fundó unos juegos anuales que debían celebrarse en un gran anfiteatro, en la colina que había junto al templo. Orgulloso Apolo de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se atrevió a burlarse del dios Eros por llevar arco y flechas siendo tan niño. Irritado, Eros se vengó disparándole una flecha de oro, que le hizo enamorarse de la ninfa Dafne locamente, mientras a esta le disparó otra flecha, esta de plomo, que le hizo odiar el amor y especialmente el de Apolo. Dafne era una ninfa cazadora consagrada a Ártemis, y por lo tanto, rechazaba cualquier tipo de amor masculino, y, por supuesto, no quería casarse.

De tal modo, el enamorado Apolo persiguió locamente a Dafne. Mientras, ella huía de él. Pero, poco a poco, Apolo fue reduciendo distancias y cuando iba a darle alcance, y se encontraba ya cansada, Dafne pidió ayuda a su padre, el río Peneo de Tesalia. Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, ocupa finalmente el rostro la altura y sólo queda en ella la belleza. Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del amor de Apolo, y puesta su mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquél árbol que parece rechazar sus besos.

Como consecuencia de este lance, el laurel es la planta dedicada a Apolo, en recuerdo de su amor por Dafne. Una corona de laurel era el premio que recibían los ganadores del concurso Pítico.

jueves, 17 de marzo de 2011

EL MITO DE PÍRAMO Y TISBE.


Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor.

Hubieran terminado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor rescoldo.

La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando cada uno su lado de la pared.

Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente.

Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía audaz.

En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes.

Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse: "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte".

Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: "Recibe también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir el color de sus frutos.

Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: "Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se volvieron a cerrar.

Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: "Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos". Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre ella.

Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.

sábado, 12 de marzo de 2011

ACTIVIDADES SOBRE NARCISO Y ECO.

Contestar a las siguientes preguntas de comprensión del texto:

¿Quién es Eco?
¿Quién es Narciso?
¿Qué peculiaridad tiene cada uno?
¿Por qué Eco recibe el castigo de Hera?

¿Cómo se conocen?
¿Qué sucede en ese encuentro?
¿Qué consecuencias tiene para Eco?
¿Cuál es el castigo que recibe Narciso?
¿Cuál es el final de Narciso?

miércoles, 9 de marzo de 2011

EL MITO DE NARCISO Y ECO.


Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con su charla incesante entretenía a Hera, esposa de Zeus, y estos eran los momentos que el padre de los dioses griegos aprovechaba para mantener sus relaciones extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo esto, condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de las frases que escuchara, y ella, avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo.

Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo que si se veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así hermosísimo sin ser consciente de ello, y haciendo caso omiso a las muchachas que ansiaban que se fijara en ellas.

Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía estar ensimismado en sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos paseos sumido en sus cavilaciones, y uno de esos paseos le llevó a las inmediaciones de la cueva donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó prendada de él, pero no reunió el valor suficiente para acercarse.

Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió muchos más. Eco le esperaba y le seguía en su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un ruido que hizo al pisar una ramita puso a Narciso sobre aviso de su presencia, descubriéndola cuando en vez de seguir andando tras doblar un recodo en el camino quedó esperándola. Eco palideció al ser descubierta, y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella.

- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues?

- Aquí... me sigues... -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz.

Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda de los animales, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa... pero su risa helada la desgarró. Y así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones, del amor que albergaba en su interior, Eco moría. Y se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído... "qué estúpida... qué estúpida... qué... estu... pida...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia piedra de la cueva...

Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así, Nemesis, diosa griega que había presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a salir a pasear y le encantó hasta casi hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco, y sediento se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta imagen le perturbó enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Y hay quien cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen que enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor al que se le dio su nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de los ríos.

lunes, 7 de marzo de 2011

¿Sabés como domestican a un elefante en la India?


PARA REFLEXIONAR:

Cuando un elefante todavía es pequeño, se le pasa una cuerda por una pata y se le ata a un árbol. Una vez que su cerebro registra el hecho de que cuando tiene una cuerda alrededor de la pata no puede hacer lo que quiere, sucederá que, pasado el tiempo, cuando crezca y alguien le sujete por una cuerda a la pata, aunque sea a un simple taburete de circo, se comportará tan inmóvil e impotente como si estuviera sujeto a un gran árbol.

¿Por qué?

Porque su cerebro cree que no puede...

domingo, 6 de marzo de 2011

¿PARA QUÉ SIRVEN LOS MITOS? Luc Ferry *


Comencemos por lo más importante: ¿cuál es el sentido profundo de los mitos griegos y por qué habría, aún hoy día, tal vez más que nunca, que interesarse por ellos? La respuesta, en mi opinión, se encuentra en un pasaje de una de las obras más conocidas y más antiguas en lengua griega, la Odisea de Homero. De entrada se valora hasta qué punto la mitología no es lo que tan a menudo se cree en nuestros días, una colección de “cuentos y leyendas”, una serie de historietas más o menos fantasmagóricas cuyo único objetivo sería distraer. Lejos de ser un simple divertimento literario, en realidad constituye el corazón de la sabiduría antigua, el origen primero de lo que pronto la gran tradición de la filosofía griega desarrollará bajo una forma conceptual con vistas a definir los límites de una vida próspera para nosotros los mortales.

Dejémonos llevar un instante por el hilo de esta historia que menciono aquí a grandes rasgos, pero sobre la que, desde luego, tendremos ocasión de volver más adelante.

Tras diez largos años transcurridos fuera de su casa combatiendo a los troyanos, Ulises, el héroe griego por antonomasia, acaba de lograr la victoria mediante una artimaña –en este caso gracias al famoso caballo de madera que ha abandonado en la playa cerca de las murallas de la urbe–. Son los propios troyanos los que lo introducen en su ciudad, de otro modo inexpugnable para los griegos. Imaginan que se trata de una ofrenda a los dioses, cuando en realidad es una máquina de guerra cuyos flancos están llenos de soldados. Al caer la noche, los guerreros griegos salen del vientre de la imponente estatua y matan hasta al último troyano dormido, o casi. Es una carnicería atroz, y un pillaje sin piedad, tan espantoso que hasta provoca la ira de los dioses. Pero al menos la guerra ha terminado y Ulises se presta a volver a su casa, recobrar Ítaca, su isla, reunirse con su esposa, Penélope, y con su hijo, Telémaco; en resumen, a recuperar su lugar tanto en su familia como en el seno de su reino. Se puede ya observar que antes de acabar en la armonía, en la reconciliación apacible con el mundo tal como es, la vida de Ulises comienza, a imagen del universo, por el caos. La terrible guerra en la que acaba de participar y que le ha obligado a abandonar en contra de su voluntad el “lugar natural” que ocupaba al lado de los suyos se lleva a cabo bajo la égida de Eris, la diosa de la discordia. Ella es la causa de la enemistad entre griegos y troyanos, y a partir de este conflicto inicial es cuando el itinerario del héroe debe ponerse en perspectiva si se quiere captar su significado en términos de sabiduría de vida.

El asunto estalla a raíz de una boda, la de los futuros padres de Aquiles, gran héroe griego él también y uno de los protagonistas más famosos de la guerra de Troya. Como en el cuento de La bella durmiente del bosque, se “olvidaron” de invitar, si no a la bruja mala, al menos a la que aquí desempeña ese papel, a saber, precisamente Eris. Es que a decir verdad de buena gana prescindirían de ella en ese día de fiesta: todo el mundo sabe con seguridad que allá donde va todo se agría, que el odio y la ira prevalecerán sobre el amor y la alegría. Por supuesto, Eris acude a la invitación que no le han hecho con la firme intención de sembrar el desorden en los esponsales. Ya sabe cómo conseguirlo: sobre la mesa donde los jóvenes esposos festejan su enlace, rodeados para la ocasión de los principales dioses del Olimpo, arroja una magnífica manzana de oro en cuya superficie hay grabada una inscripción bien legible: “A la más bella”. Como podía esperarse, las mujeres presentes exclaman a una sola voz: “¡Entonces es para mí!”. Y el conflicto se introduce lento pero seguro y acabará desencadenando la guerra de Troya.

He aquí de qué manera.

Alrededor del banquete toman asiento tres diosas sublimes, las tres muy próximas a Zeus, el rey de los dioses. Primero está Hera (en latín, Juno), su divina esposa, a la que nada puede negar. Pero también está su hija predilecta, Atenea (Minerva), y su tía Afrodita (Venus), la diosa del amor y de la belleza. Desde luego, la previsión de Eris se cumple y las tres mujeres se disputan la hermosa manzana. Zeus, como cabeza de familia sagaz, se abstiene de tomar parte en la disputa: sabe demasiado bien que al elegir entre su hija, su esposa y su tía se dejará en ello su tranquilidad... Además, debe ser justo y, decida lo que decida, aquellas que haya dejado de lado le acusarán de prejuicio. Así pues envía a su fiel mensajero, Hermes, a buscar discretamente a un joven inocente que juzgue a las tres beldades. A primera vista, se trata de un pastorcillo troyano, pero en realidad este muchacho no es otro que Paris, uno de los hijos de Príamo, rey de Troya. Paris fue abandonado por sus padres tras su nacimiento porque un oráculo había predicho que provocaría la destrucción de su ciudad. Pero, “in extremis”, un pastor se apiada del bebé, lo recoge y lo educa hasta que se convierte en el hermoso adolescente que es ahora. Bajo la apariencia de un joven campesino se esconde, pues, un príncipe troyano. Con la ingenuidad de la juventud, Paris acepta desempeñar el papel de juez.

Para atraer sus favores y ganar la célebre “manzana de la discordia”, cada una de las mujeres le hace una promesa que corresponde a lo que ella misma es. Hera, que reina al lado de Zeus en el imperio más grandioso, ya que se trata del universo entero, le promete que si la elige dispondrá él también de un reino sin igual en la tierra. Atenea, diosa de la inteligencia, de las artes y de la guerra, le garantiza que si es ella la elegida, saldrá vencedor de todas las batallas. En cuanto a Afrodita, le dice al oído que con ella podrá seducir a la mujer más hermosa del mundo... Y Paris, por supuesto, elige a Afrodita. Ahora bien, ocurre que para desgracia de los hombres la criatura más hermosa del mundo es la esposa de un griego, y no de uno cualquiera: se trata de Menelao, el rey de la ciudad de Esparta, ciudad guerrera donde las haya. Esta joven se llama Helena, la famosa “bella Helena” a la que los poetas, compositores y cocineros seguirán rindiendo homenaje en el transcurso de los siglos... Eris ha logrado su objetivo: la guerra entre troyanos y griegos se desencadenará unos años más tarde debido a que un príncipe troyano, Paris, hechizado por Afrodita, le robará la bella Helena a Menelao...

Y el pobre Ulises se verá obligado a tomar parte en ella. Los reyes griegos –y Ulises es uno de ellos que, como se ha dicho, reina en Ítaca– han prestado juramento de auxilio al que se casara con Helena. Su belleza y su encanto son tan grandes que temen la discordia que podría instalarse entre ellos debido a los celos y el odio que conlleva. Así pues, han jurado fidelidad al que eligiera Helena. Elegido Menelao, los demás deben, en caso de traición, acudir en su ayuda. Ulises, cuya esposa Penélope acaba de dar a luz al pequeño Telémaco, hace lo posible por librarse de esta guerra. Finge estar loco, labra su tierra al revés y siembra piedras en lugar de semillas, pero su astucia no engaña al anciano sabio que ha ido a buscarle y, al final, no tiene más remedio que decidirse a partir como los demás. Durante diez largos años está alejado de su “lugar natural”, de su mundo, de su lugar en el universo, con los suyos, dedicado al conflicto y a la discordia antes que a la armonía y a la paz. Terminada la guerra, sólo tiene una idea en la cabeza: volver a casa. Pero sus dificultades no han hecho más que empezar. Su viaje de regreso durará diez años y estará sembrado de obstáculos, de pruebas casi insuperables que hacen pensar que la vida armoniosa, la salvación y la sabiduría no se dan de entrada. Hay que conquistarlas arriesgando a veces la vida. El episodio que aquí nos interesa se sitúa muy al principio de este periplo de la guerra.

Ulises a Calipso: una vida de mortal venturosa es preferible a una vida de inmortal malograda. Tratando de llegar a Ítaca, Ulises debe detenerse en la isla de la arrebatadora Calipso, una divinidad secundaria, no obstante sublime, y dotada de poderes sobrenaturales. Calipso se enamora perdidamente de él. Enseguida se convierte en su amante y decide retenerlo prisionero. En griego, su nombre viene del verbo “calyptein”, que significa “esconder”. Es hermosa como el día, su isla es paradisíaca, verde, poblada de animales y de árboles frutales que suministran alimentos de ensueño. El clima es suave, las ninfas que se ocupan de los dos amantes son tan encantadoras como serviciales. Está claro que la diosa tiene todas las cartas en la mano. Sin embargo, Ulises se siente atraído como un imán por su rincón del universo, por Ítaca. Desea a toda costa regresar a su punto de partida y, solo frente al mar, llora cada noche, desesperado por no tener ninguna posibilidad de conseguirlo. Esto sin contar con la intervención de Atenea que, por sus propias razones –entre otras por celos: porque el troyano Paris no la ha elegido–, ha apoyado a los griegos durante toda la guerra. Viendo a Ulises tan atormentado, pide a su padre, Zeus, que envíe a Hermes, su fiel mensajero, a conminar a Calipso a que le deje partir para que pueda recobrar su lugar natural y vivir al fin en armonía con ese orden cósmico del cual el rey de los dioses es autor y garante al mismo tiempo.

Pero Calipso no ha dicho su última palabra. En un último intento por conservar a su amante, le ofrece lo imposible para un mortal, la oportunidad inaudita de escapar a la muerte, que es el destino común de los humanos, la ocasión inesperada de entrar en la esfera inaccesible de aquellos a quienes los griegos denominan los “bienaventurados”, es decir, los dioses inmortales. Para darle mayor énfasis, añade a su oferta un complemento que no puede desdeñar: si Ulises acepta le dotará para siempre, además de la inmortalidad, de la belleza y el vigor que sólo confiere la juventud. La precisión es a la vez importante y divertida. Si Calipso añade la juventud a la inmortalidad, es que guarda el recuerdo de un infortunio anterior: el de otra diosa, Aurora, que también se enamoró de un simple humano, un troyano llamado Titono. Al igual que Calipso, Aurora quiere hacer inmortal a su enamorado para no separarse nunca de él. Suplica a Zeus, que acaba por acceder a su deseo, pero olvida pedir la juventud además de la inmortalidad. Resultado: con el correr de los años, el desdichado Titono se reseca y encoge de un modo atroz hasta convertirse en un viejo decrépito, una especie de insecto inmundo que Aurora termina por abandonar en un rincón de su palacio antes de decidirse a transformarlo en una cigarra para deshacerse completamente de él. Así pues, Calipso tiene mucho cuidado. Ama de tal manera a Ulises que de ninguna manera quiere verle envejecer ni morir. La contradicción entre el amor y la muerte, como en todas las grandes doctrinas de la salvación o de la sabiduría, se halla en el núcleo de nuestra historia...


La proposición con la que le quiere seducir es sublime, como ella, como su isla, sin parangón para ningún mortal. Y sin embargo, incomprensiblemente, Ulises se queda frío como el mármol. Su desdicha es tanta que declina el ofrecimiento de la diosa, no obstante tan tentador. Digámoslo de entrada: el significado de este rechazo es de una profundidad abismal. En él se puede leer entre líneas el mensaje más profundo, sin duda, y el más potente de la mitología griega, aquel que la filosofía retomará por su cuenta y que podría formularse fácilmente de la siguiente manera: el objetivo de la existencia humana no es, como pensarán pronto los cristianos, ganar por todos los medios, incluidos los más honestos y los más fastidiosos, la salvación eterna, conseguir la inmortalidad, puesto que una vida de mortal venturosa es muy superior a una vida de inmortal malograda. En otras palabras, Ulises está convencido de que la vida “deslocalizada”, la vida fuera de su hogar, sin armonía, fuera de su lugar natural, al margen del cosmos, es peor que la misma muerte.

En consecuencia, de manera indirecta, lo que se esboza es la definición de la vida buena, de la existencia venturosa, donde se empieza a entrever la dimensión filosófica de la mitología: a la manera de Ulises, es preferible una condición de mortal conforme al orden cósmico, antes que una vida de inmortal entregado a lo que los griegos denominan hybris, la desmesura, que nos aleja de la reconciliación con el mundo. Es necesario vivir con lucidez, aceptar la muerte, vivir con arreglo tanto a lo que se es en realidad como a lo que está fuera de nosotros, en armonía con los suyos así como con el universo. Eso tiene mucho más valor que ser inmortal en un lugar vacío, falto de sentido, por muy paradisíaco que sea, con una mujer a la que no se ama, por muy sublime que sea, lejos de los suyos y de su hogar, en un aislamiento que simbolizan no sólo la isla, sino también la tentación de la divinización y de la eternidad que nos apartan tanto de lo que somos como de lo que nos rodea... Magnífica lección de sabiduría para un mundo laico como es el nuestro hoy día, lección de vida que rompe con el discurso religioso de los monoteísmos pasados y futuros, mensaje que la filosofía no tendrá, por así decirlo, más que traducir debidamente para elaborar a su manera, que ya no será, desde luego, la de la mitología, doctrinas de salvación sin Dios no menos admirables, de la vida buena para los simples mortales que somos.

¿Cómo se explica que unos mitos inventados hace más de tres mil años, en una lengua y un contexto que apenas tienen vínculos con los que nos rodean actualmente, puedan hablarnos todavía con tanta cercanía? Todos los años aparecen, por todo el mundo, decenas de obras sobre la mitología griega. Desde hace ya mucho tiempo, el cine, los dibujos animados y las series de televisión se han adueñado de ciertos temas de la cultura antigua para componer la trama de sus guiones. De este modo, todo el mundo ha podido oír en alguna ocasión hablar de los trabajos de Hércules, de los viajes de Ulises, de los amores de Zeus o de la guerra de Troya. Creo que eso se debe a dos series de razones, de orden cultural, por supuesto, pero también, y sobre todo, de orden filosófico.

En nombre de la cultura: en qué somos todos nosotros griegos antiguos... Empecemos por la dimensión cultural de los mitos.

Si consideramos por un instante el uso que en el lenguaje cotidiano hacemos de una multitud de imágenes, metáforas y expresiones, es casi evidente que las tomamos prestadas directamente sin ni siquiera conocer su sentido y su origen. Ciertas expresiones convertidas en lugares comunes traen consigo el recuerdo de un episodio fabuloso, haciendo especial hincapié en las aventuras de un dios o un héroe: partir a la búsqueda del “vellocino de oro”, “coger el toro por los cuernos”, “huir del fuego y dar en las brasas”, introducir en casa del enemigo un “caballo de Troya”, limpiar los “establos de Augias”, seguir el “hilo de Ariadna”, tener un “talón de Aquiles”, padecer la nostalgia de “la edad de oro”, colocar su empresa bajo “la égida” de alguien, observar la “Vía Láctea”, participar en los “Juegos Olímpicos”... Otras, aun más numerosas, ponen el acento en un rasgo característico dominante de un personaje cuyo nombre se nos ha hecho familiar sin que sepamos todavía las razones de semejante éxito ni el papel exacto que desempeñaba en el imaginario griego: pronunciar palabras “sibilinas”, dar con una “manzana de la discordia”, “dárselas de Casandra” o vaticinar malos augurios, tener, como Telémaco, un “Mentor”, caer en “brazos de Morfeo” o tomar “morfina”, “tocar el Pactolo”, perderse en un “laberinto”, un “Dédalo” de callejuelas, tener un “Sosia” (aquel criado de Anfitrión cuya apariencia tomó Hermes cuando Zeus vino a seducir a Alcmena), una “Egeria” (esa ninfa que, se dice, fue consejera de uno de los primeros reyes de Roma), estar dotado de una fuerza “titánica” o “hercúlea”, padecer el “suplicio de Tántalo”, pasar por “el lecho de Procusto”, ser un “Anfitrión”, un “Pigmalión” enamorado de su criatura, un “Sibarita” (habitante de la fastuosa ciudad de Sibaris), abrir un “Atlas”, blasfemar “como un carretero”, lanzarse a una empresa “prometeica”, una tarea infinita como la que consiste en vaciar el “tonel de las Danaidas”, hablar con voz “estentórea”, cruzarse con “Cerbero” en la escalera, cortar el “nudo gordiano”, montar “al estilo de las Amazonas”, imaginar “Quimeras”, dejar “de piedra”, como hacía “Medusa”, “descender del muslo de Júpiter”, chocarse contra una “Harpía”, una “Megera”, una “Furia”, dejarse llevar por el “pánico”, abrir “la caja de Pandora”, tener “complejo de Edipo”, ser “narcisista”, estar en compañía de un buen “areópago”... Podría alargarse la lista hasta el infinito. Dentro del mismo orden, ¿somos conscientes de que un hermafrodita es ante todo el hijo de Hermes y de Afrodita, el mensajero de los dioses y la diosa del amor; de que una Gorgona evoca una planta petrificada como si hubiera cruzado la mirada de Medusa; de que el museo y la música son herederos de las nueve musas; de que se considera que un lince posee la vista penetrante de Linceo, el argonauta del que se cree que podía ver a través de una tabla de roble; de que los lamentos de Eco, la hermosa ninfa desconsolada por la marcha de Narciso, aún se pueden oír después de su muerte; de que el laurel es una planta sagrada en recuerdo de Dafne, y el ciprés, que puebla tantos cementerios mediterráneos, un símbolo de duelo en memoria del desdichado Cyparissos, que mató por descuido a un ser querido y nunca logró el consuelo...? Numerosas expresiones recuerdan también los lugares célebres de la mitología, el “campo de Marte”, los “campos Elíseos” o, más secreto, el “Bósforo”, que alude literalmente al “vado de la vaca” en recuerdo de Ío, la joven ninfa que Hera, la esposa de Zeus, persiguió ciega de odio y celos después de que su ilustre marido convirtiera a su amante en una ternera para protegerla de las iras de su esposa...

En realidad, se necesitaría un capítulo entero para agrupar todas esas alusiones mitológicas registradas y luego olvidadas en el lenguaje habitual, para reavivar el sentido de los nombres de Océano, Tifón, Tritón, Pitón y otros seres maravillosos que habitan de incógnito en nuestras conversaciones cotidianas. Charles Perelman, uno de los lingüistas más importantes del siglo pasado, hablaba de las “metáforas dormidas” en las lenguas maternas. Hay que ser ajeno a nuestra lengua para darse cuenta y por eso un japonés o un indio encuentran a veces poéticos un término o una expresión que a nosotros nos parecen perfectamente comunes (por la misma razón que nosotros encontramos fascinantes o chistosos los nombres de “perla de rocío”, “oso intrépido” y “sol de la mañana” que a veces utilizan para sus hijos...).

Este enorme éxito lingüístico de la mitología no está, desde luego, desprovisto de sentido ni de importancia. Existen razones de fondo para este fenómeno singular –ninguna doctrina filosófica, ninguna religión, ni siquiera las de la Biblia, pueden aspirar a un estatus comparable– que hacen de la mitología una parte inalienable de nuestra cultura común, aun cuando se ignoren por completo sus orígenes reales. Sin duda, esto se debe en primer lugar al hecho de que nos llega por medio de relatos concretos y no, como la filosofía, de manera conceptual y reflexiva. Y por eso puede, aún hoy día, dirigirse a todos, apasionar a los niños y a los padres con el mismo entusiasmo, traspasar incluso, siempre que la presenten de manera razonable, no sólo las edades y las clases sociales, sino también las generaciones para transmitirse a nuestra época como lo ha sido casi sin interrupción desde hace casi tres milenios. Aunque durante mucho tiempo se la consideró una marca de “distinción”, el símbolo de la cultura más elevada, en realidad la mitología no está reservada a una elite, ni siquiera a aquella que habría estudiado latín y griego: Jean-Pierre Vernant, a quien al parecer le gustaba narrársela a su nieto, había observado que todo el mundo podía comprenderla, incluidos los niños, con los que de manera esencial hay que compartirla lo antes posible. No sólo les aporta infinitamente más que los dibujos animados, de los que por otra parte están saturados, sino que arroja sobre su vida un punto de vista irreemplazable siempre que uno se moleste en comprender la prodigiosa riqueza de los mitos con la suficiente profundidad como para ser capaz, a su vez, de narrarlos en unos términos comprensibles y sensatos.


*FILÓSOFO. Autor de “La sabiduría de los mitos”, Taurus, 2010.

miércoles, 2 de marzo de 2011

LA IMPORTANCIA DE LA ORTOGRAFÍA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

IDIOMA.

El idioma es el conjunto de las palabras con las que los individuos de un pueblo se comunican entre sí. Se ha dicho que una de las principales cartas de identidad de un grupo humano es su idioma. Sea que hablemos de lenguas habladas por millones de personas, como el castellano o el inglés, o de dialectos usados por grupos tribales para designar las maravillas de su cotidianidad, el idioma es la herramienta que ha dado al ser humano superioridad sobre las demás especies, al permitir trasmitir conocimientos de una persona a otra, o a otras.

Las reglas de todo idioma están contenidas en dos disciplinas entrelazadas: la ortografía y la gramática. La ortografía se ocupa de la disposición de los signos del idioma -las letras y sus modificadores, como el acento, el punto, la coma- para el correcto entendimiento de las palabras, y atañe en última instancia al lenguaje escrito; la segunda es más compleja, pues dictamina las relaciones que existen entre las palabras para producir la frase, la versión escrita de nuestras ideas, y atañe tanto al lenguaje hablado como al escrito.

La ortografía y la gramática son, entonces, el esqueleto del idioma. Son establecidas formalmente por los estudiosos de la lengua, pero en realidad tienen su fundamento último en la manera como los pueblos hablan. A lo largo de los siglos, el idioma experimenta un verdadero proceso de evolución que se alimenta del habla del hombre común más que de las reglas dictadas por los filólogos. El idioma muta, constantemente cambia su forma, porque la gente lo enriquece añadiendo palabras o combinando las ya existentes, importando vocablos de otras lenguas y en ocasiones hasta sustituyendo palabras que se ignoran con otras que sólo tienen significado para un grupo, una familia o hasta para un solo individuo. Paradójicamente, este proceso suele ser designado comúnmente con la palabra degeneración.

Nuestro idioma es el español, o castellano si atendemos al reclamo que nos recuerda que nuestra lengua nació en la antigua provincia de Castilla. Evolucionó a partir de la mezcla procurada por diversas y sucesivas invasiones a la Península Ibérica, donde hoy están las naciones de España y Portugal. Para que se sentaran las bases de lo que hoy conocemos como nuestro idioma, fue necesario que los romanos tomaran en su poder la península en 218 a.C., conquistada tiempo antes por los cartagineses. Los romanos impusieron un nuevo nombre para la antigua Iberia, que pasó a llamarse Hispania, y como era de esperarse, por haber sido la actitud en los otros pueblos conquistados, impusieron también su lengua, el latín. Éste se hizo de uso masivo en la región y en relativo corto tiempo desaparecieron todas las lenguas ibéricas, a excepción del vasco -que aún en nuestros días se usa.

También el latín habría de desaparecer, pues con los siglos este idioma sufrió también el mismo proceso de transformación por el que necesariamente tiene que pasar toda lengua humana. En un principio se vio modificado por las lenguas ibéricas que pretendió sustituir, y los romanos establecidos en la península adoptaron un acento distinto al original. El latín hablado en la región poco a poco perdió el uso que se le daba a las letras f y v, y articulaba distinto la letra s. La f latina, utilizada como letra inicial de muchas palabras, se convirtió en la h que hoy conocemos. Palabras como hijo y hacer provienen de sus pares latinas filium y facere.

Estas modificaciones, que originalmente se debieron al uso popular de la lengua, se convirtieron con el paso del tiempo en grietas importantes en la manera como pueblos diversos, conquistados todos por Roma, terminaron hablando el latín. El idioma original permaneció inmutable, atado a sus reglas ortográficas y gramaticales con las que aún hoy se enseña académicamente. Pero el idioma hablado en la calle por mercaderes y campesinos se alimentó de las peculiaridades de cada región y dio vida a varias lenguas que serían llamadas romances: el castellano, el francés, el italiano, el portugués, el rumano, el catalán y otras menos conocidas como el dalmático -hoy lengua muerta-, el sardo o el provenzal. Estas lenguas iniciaron sus propios procesos de evolución, con toda libertad, a partir del siglo V, cuando cae el imperio romano de occidente.

En 415 d.C. llegan a la península cien mil visigodos, que tenían la más avanzada civilización germánica. La influencia de su cultura en nuestro idioma fue relativamente pequeña dado que por más de un siglo se mantuvieron reacios a establecer contactos con otros pueblos cercanos. De ellos conservamos algunas palabras que hoy reconocemos automáticamente como nuestras y que jamás pensaríamos provenientes de las raíces del alemán actual, como orgullo, ropa, garbo o guerra.

En 622 el profeta musulmán Mahoma lanza a su pueblo a una guerra santa con la finalidad de implantar la doctrina de Alá, contenida en el Corán. Los musulmanes eran guerreros feroces y en poco tiempo llegaron a dominar grandes territorios, adentrándose inclusive en Europa. A la Península Ibérica llegaron en 711 y en pocos años completaron el proceso de conquista de todos sus pueblos, a excepción de una pequeña reserva cristiana oculta en las montañas del norte. Estos cristianos emprenderían un proceso llamado Reconquista, que vio cumplido su objetivo sólo después de ocho siglos y entre cuyos personajes heroicos se encuentra el famoso Cid Campeador, Ruy (Rodrigo) Díaz de Vivar.

Esos ochocientos años de predominio árabe dieron a la cultura española gran parte de los elementos que la conforman hoy en día. No fue un período de guerra continua y en las épocas de paz relativa se incrementaban las relaciones entre españoles y árabes. Había grupos de árabes viviendo entre españoles y viceversa, así como individuos de uno y otro pueblo que abrazaban la religión del que la historia había colocado como adversario. La gran influencia árabe que derivó de estas relaciones funcionó también en el idioma. Es así como la gran mayoría de los nombres que usamos quienes nacimos en países de habla hispana tienen raíces árabes, y un alto porcentaje de nuestras palabras, especialmente las que empiezan con la letra a, vienen directamente del árabe: albañil, arroba, albóndiga, almíbar, alcabala, aldea.

La Reconquista no fue un proceso fácil, pero tampoco esperó mucho tiempo antes de obtener su primera victoria, que fue el establecimiento del reino de Asturias en 718, después de que don Pelayo venciera a los moros en Covadonga. Los cristianos fueron recuperando poco a poco los territorios que los árabes les habían arrebatado. Hacia fines del siglo XI, la provincia de Castilla, creada después de que sus territorios fueran independizados del dominio ejercido por los reyes de Asturias y León, ejerce hegemonía política sobre otras provincias cristianas. Antes de Castilla la provincia principal había sido la de Navarra, antes la de León y mucho antes la de Asturias. Cada período tuvo también su lengua preponderante. El castellano se impuso cuando Castilla logró alcanzar la máxima importancia política, y definitivamente empezó su proceso evolutivo como lengua unificadora de regiones cuando el reino castellano echó a los árabes de Granada y, por añadidura, dio nuevos horizontes a la cristiandad española al anexarse los territorios conquistados en las Américas, ambos hitos en 1492.

Para el momento en que Granada es reconquistada, y con ella recuperada España toda, ya el castellano era una lengua de uso común entre el pueblo y los ámbitos cultos. En 1140 ya se había escrito la primera gran obra en nuestro idioma, el Cantar del Mío Cid, poema épico que exalta al héroe Rodrigo Díaz de Vivar. En el siglo XIII, el poeta culto Gonzalo de Berceo, clérigo educado en San Millán, desafiaba el uso del latín en la Iglesia escribiendo su poesía en castellano, idioma, como escribió, en cual suele el pueblo "fablar con su vezino". Por la misma época, Alfonso X el Sabio ordena el empleo oficial del castellano en la redacción de documentos públicos y en los anales históricos, labores antes desarrolladas en latín. Se reconoce esto como el nacimiento formal del idioma castellano.


El idioma y el escritor:

La creación literaria ha sido uno de los medios más efectivos para la difusión de nuestro idioma. De hecho, fue por mucho tiempo, después de la manipulación de la lengua por parte de la gente común, el factor más influyente en la solidificación y divulgación de los patrones que rigen el idioma. Hoy, además de la literatura y del habla vulgar, el idioma fluye a través de los grandes medios de comunicación y particularmente en nuestra década empieza a olvidarse de las fronteras al irrumpir las grandes redes electrónicas lideradas por Internet.

Al ser el idioma la sustancia con la que trabaja el escritor, éste mantiene una relación necesaria con aquél. Aunque no es un requisito imprescindible para ser buen escritor, el dominio del idioma brinda un arma invaluable. No es un requisito imprescindible por varias razones, pero particularmente porque el escribir de la manera correcta las palabras sólo cubre el aspecto técnico de la literatura. Los otros elementos de la literatura no dependen directamente de las reglas idiomáticas. La importancia real de conocer a fondo el idioma está en la posibilidad de experimentar múltiples formas de expresar sensaciones, narrar situaciones o describir el entorno. Para uno y otro lado, los extremos son dañinos: el escritor que se valga únicamente del factor creativo a lo sumo podrá crear material para la lectura de evasión, para el entretenimiento; el que se apoye exclusivamente en el dominio del lenguaje se volverá inaguantable y seguramente su lenguaje será rebuscado; el escritor que logre establecer un vínculo de equilibrio entre lo que escribe y cómo lo escribe, estará en capacidad de generar un juego de interacción con sus lectores. Ésta es, a nuestro juicio, la mejor forma de hacer literatura.

En nuestra época, el castellano se ha afianzado como uno de los idiomas más importantes del mundo. Se lo enseña en universidades de países no hispanoparlantes y el desmesurado crecimiento demográfico de los asentamientos hispanos en otros horizontes ha dado un peso insospechado a nuestra lengua. Sin embargo, esto ha convertido al castellano en un ente cargado de reglas nada sencillas de aprender, a lo que se suman las dificultades que ocasiona el hecho mismo de encontrarse en constante e hirviente evolución.

Nuestro idioma, como varios otros idiomas occidentales, se basa en veintiocho letras -contamos aquí las letras ch y ll- y varios signos de puntuación. Cada una de estas letras tiene sus propias reglas de uso; lo mismo ocurre con los signos. Las letras nos dan el fundamento básico de lo que se dice y los signos son modificadores que contribuyen a dar la idea correcta de la entonación en que las palabras deben ser pronunciadas.


La acentuación:

Las reglas más sencillas de aprender son las de acentuación. Se conoce como acento el signo que se coloca sobre algunas vocales para indicar determinada entonación de una palabra. Pero el concepto real de acento va más allá del signo, bifurcándose académicamente en acento ortográfico, el que se escribe, y acento prosódico, el simple hincapié en la entonación de una sílaba. Éste es el más importante de conocer, dado que al aprender a localizar la sílaba en la que cada palabra se pronuncia con mayor énfasis brinda la posibilidad de saber cuándo el acento debe escribirse y cuándo no.

Todas las palabras contienen una sílaba en la que la entonación debe hacerse más elevada. Esto sucede por la dinámica misma que el lenguaje adquiere en boca del hablante: es inusual decir todas las palabras en un solo tono. La aparición del acento ortográfico, el pequeño apéndice que solemos colocar sobre algunas vocales, se debe a que, según la palabra que se escriba, la entonación puede dar uno u otro significado, o dar un significado real en un caso y aniquilar cualquier significado en otro. Si escribimos dolor cualquiera podrá comprendernos; si agregamos un acento y escribimos dólor, y de hecho lo pronunciamos con mayor énfasis en la primera sílaba, desaparece todo significado. Cuando alguien escribe terminó cualquiera puede entender que hay algo que llegó a su fin; si se escribe término, la referencia es al fin mismo, y no a la acción de llegar a ese fin. Si comprendemos estos hechos simples ya hemos cubierto el primer paso para dominar la acentuación.

Por otro lado, las palabras se dividen en sílabas. Las sílabas son las moléculas de las palabras. Si recordamos algunos fundamentos de física, una molécula es la partícula más pequeña que conserva los elementos existentes en una sustancia. En las palabras existe un elemento indispensable: las vocales. Las consonantes dan complemento a aquéllas, pero no se necesitan en todos los casos. Las palabras que sólo tienen una letra son todas con vocales, como las conjunciones "o" y "e" o la preposición "a". Aún en el caso de la letra "y", que puede ser usada como una conjunción, pierde su característica de consonante cuando es pronunciada sola, recuperándola cuando forma parte principal de una sílaba, como en yelmo o leguleyo. Así que la localización, en una palabra, de las sílabas, viene dada por la forma como la palabra es pronunciada. Existen pausas mínimas, casi imperceptibles, que ocurren cuando hablamos, y que son literalmente las fronteras que existen entre las sílabas. Cuando tenemos dudas sobre las sílabas que componen determinada palabra, las mismas quedan disipadas cuando la pronunciamos lentamente. Esas fronteras minúsculas aparecen de manera nítida y el concepto de sílaba toma, finalmente, forma. Las palabras de nuestro idioma tienen generalmente una, dos o tres sílabas, siendo menos frecuentes las de cuatro, cinco o más. No ocurre lo mismo en otros idiomas: el alemán se nutre de la unión de varias palabras para crear expresiones que para nosotros serían larguísimas. En castellano, cualquiera conoce palabras de muchas sílabas: un gran porcentaje de ellas son palabras compuestas. Submarino, agridulce, fundamentalmente, y en general todas las palabras que definen la manera en que ocurre algo, terminadas en "mente". Ya hemos cubierto el segundo paso.

Si prestamos atención, podemos localizar, en cada palabra que pronunciamos, una sílaba en la cual el tono de voz se eleva un poco sobre el resto. A esto los académicos le han dado el nombre de sílaba tónica, pues es la sílaba que lleva la responsabilidad de determinar el significado de la palabra, por lo que comentamos algunas líneas más arriba. La sílaba tónica diferencia a la palabra a la que pertenece de otras con ortografía similar. La localización con éxito de la sílaba tónica de una palabra es un ejercicio necesario para terminar el aprendizaje de las reglas de acentuación. En nuestro idioma elevamos el tono de la mayoría de las palabras en la última o en la penúltima sílaba. Si damos revista a todas las palabras que terminan en "ión" -acción, organización, ilustración-, o a las que terminan en "tura" -altura, cultura, pulitura-, podemos darnos una idea de la importancia de este hecho dada la cantidad de palabras de esta naturaleza que usamos a diario. También son muy comunes, aunque en menor número, las palabras cuya sílaba tónica es la antepenúltima, como óvalo, áspero o sílaba, y muchas formas verbales cuando se pronuncian en segunda persona, como úsalo, alábale o amárralo. En nuestro idioma no se emplean sílabas tónicas más allá de la antepenúltima sílaba, excepto en ciertos casos de palabras compuestas que, si son bien analizadas, tienen una especie de doble acentuación, como "especialmente" -en cial y men.

Estas diferencias entre la posición que la sílaba tónica ocupa en cada palabra permite establecer una clasificación de tres tipos de palabras. A las palabras que pronunciamos con tono más elevado en la última sílaba se les da el nombre de agudas; las que tienen este tono en la penúltima, graves (también conocidas como "llanas"); y las que tienen el tono en la antepenúltima, esdrújulas. Son agudas palabras como parar y camión, aunque ésta se escriba con acento y aquella no, porque a ambas les damos mayor entonación en la última sílaba. Son graves (llanas), bajo las mismas condiciones, las palabras lápiz y huerto. Las esdrújulas, todas las esdrújulas, se escriben con acento, por lo que son las más fáciles de escribir correctamente. La misma palabra esdrújula es esdrújula. El tercer paso está cubierto.

Ahora bien, el problema con todo esto no está simplemente en saber cuál es la sílaba tónica de una palabra, sino en saber cuándo el acento debe ser escrito. Es lógico: aunque no sepamos cuál es la sílaba tónica de la palabra "trato", no importaría porque esa palabra no lleva acento ortográfico y nadie se dará cuenta de nuestra ignorancia. El caso es que hay palabras que deben llevar acento ortográfico y si lo colocamos mal o lo obviamos, podemos no sólo delatar nuestro desconocimiento delante de quienes sí conocen las reglas de acentuación, sino además dar una idea errada de lo que queremos decir.

La presencia del acento ortográfico está determinada por la existencia de ciertas características en las sílabas que componen una palabra. En el caso de las palabras agudas, la regla más fácil de recordar es que toda palabra cuya sílaba tónica sea la última, y que termine en vocal, se escribe con acento. Lo cual puede ser simplificado así: toda palabra aguda que termine en vocal se escribe con acento. Es por esto que se acentúan las palabras maní, lloré y afiló. La otra regla concerniente a las palabras agudas es que toda palabra aguda, y que termine en "n" o "s", se escribe con acento. Las palabras agudas que terminen en r, como los verbos -cerrar, matar, llover-, no llevan acento, pues no terminan en "n" ni en "s". Es útil conocer esto, pues se suele cometer el error de escribir "capáz" cuando, al no terminar en n, s ni vocal, realmente no lo lleva. Mucha gente, cuando aprende estas dos reglas, se sorprende de que algo tan sencillo sea rehuido constantemente por considerársele algo muy complejo.

El caso de las palabras graves (llanas) es opuesto. Las dos reglas que valen para las palabras agudas se ven ante un espejo cuando hablamos de las graves (llanas). En las palabras graves (llanas), la regla a recordar será que toda palabra grave (llana) se escribe con acento, siempre que no termine en vocal, en "n" ni en "s". Por esto, se escribe el acento en las palabras revólver, pómez y lémur. Igualmente, por la misma razón, y contra lo que mucha gente supone, no se acentúa la palabra "canon". Tampoco se acentúan las formas verbales tales como realizaron, lograron, llegaron, que muchos escriben realizarón, lograrón o llegarón, principalmente porque suelen confundirse con palabras agudas que si se acentúan, como realización.

Ahora que hemos comprendido estas reglas concernientes a las palabras agudas y graves (llanas), y recordando que absolutamente todas las esdrújulas se escriben con acento, ya hemos cubierto el cuarto y más importante paso en el aprendizaje de las reglas de acentuación.

El quinto y último paso es el que se refiere a las excepciones. Es el verdaderamente complejo, porque la mayoría de las excepciones a estas reglas aplican a casos específicos y no siempre es tan claro. Generalmente, las excepciones de acentuación vienen dadas por la existencia de palabras con dos o más significados. Las palabras de este tipo más fáciles de reconocer son los monosílabos. Éstos por regla general no se acentúan, pues se considera innecesario escribir el acento en una palabra compuesta sólo por una sílaba. Las palabras vio, dio y fue no se escriben con acento, al contrario de lo que la mayoría de la gente supone. Pero tomemos el ejemplo de la palabra "más": escrito así, con acento, se refiere a una adición o a una mayor cantidad de algo. Pero cuando se le escribe sin acento es un sinónimo, de uso frecuente en literatura, de "pero". Lo mismo sucede con "te" (forma pronominal de segunda persona como en "te doy una canción") y la hora del "té" (la bebida). En palabras con más de una sílaba, el caso más claro es el de "sólo" (sinónimo de únicamente) y "solo" (sin compañía de ninguna otra persona). Las formas interrogativas añaden también sus acentos a las palabras de las que se valen: "como", sin acento, se usa para comparar dos o más elementos (era rojo como la sangre), pero cuando escribimos "cómo", con el acento, se pasa a inquirir algo. Esto es independiente de que en la oración existan signos de interrogación: lleva acento ortográfico la palabra "cómo" en estos casos: "¿cómo estás?" y "les diré cómo llegué hasta aquí". Aunque la segunda frase no es una pregunta, sino una afirmación, la misma encierra una forma interrogativa. Estos mismos ejemplos valen para "quién y quien", "cuándo y cuando", "dónde y donde", "qué y que".

El caso de porque" también presenta algunas peculiaridades dignas de estudio. "Porque" es una palabra compuesta, creada con "por" y "que". Cuando ambas se escriben juntas, "porque", es una conjunción que antecede a la razón o motivo de algo. Decimos: "llegamos tarde porque había mucho tráfico". Dos frases quedan unidas por "porque", siendo la segunda una explicación del motivo de lo que ocurre en la primera. Pero existe un caso en el cual esta palabra se escribe acentuada, y es cuando funciona como sinónimo de razón o motivo. Esto suele confundir a la gente con la anterior acepción, pero en realidad la diferencia está en el contexto de la frase. "Porqué" con acento se usa, por ejemplo, en este caso: "El profesor explicó el porqué de las bajas notas del curso". Lo cual no podría confundirse, bajo ningún concepto, con una conjunción que anteceda a la razón o motivo de algo. Separadas, "por" y "que" son usadas para otros fines. "Por que" sin acento, se usa para expresar la intención de que algo suceda de determinada manera. Por ejemplo, se puede utilizar en: "Mis mejores deseos por que tenga una feliz navidad". También, en: "El funcionario debe velar por que se cumpla la ley". Cuando se escribe "qué" con acento, sirve como forma interrogativa para inquirir la causa de algo. Como mencionamos en el párrafo anterior, una frase en forma interrogativa no necesariamente lleva los signos de interrogación. Son frases en forma interrogativa, usando "por qué", las siguientes: "¿Por qué llegas a esta hora?", y "El señor pregunta por qué no hay habitación".

Una excepción que no se debe pasar por alto es la que se aplica cuando las palabras este, esto, aquel y sus respectivos plurales sustituyen al sujeto en una oración, con la expresa finalidad de no volver a nombrar el sujeto. Normalmente estas palabras no se acentúan: "este" se debe escribir sin acento en "este automóvil es mío". Pero en este caso: "había un automóvil rojo y otro blanco; éste fue el que compré"; se escribe el acento porque "éste" sustituye al automóvil blanco. Algo parecido sucede con el y él: el primero se escribe sin acento cuando se trata del artículo (el automóvil) y con acento cuando sustituye al sujeto (él llegó ayer). También observamos esto con tu (tu casa) y tú (tú tienes algo), así como con mi (mi cuaderno) y mí (eso es para mí).

Hay otras dos excepciones importantes y se refieren a las palabras graves (llanas). Ya hemos visto que éstas no llevan acento ortográfico cuando terminan en vocal, en n o en s. Para comprender el próximo caso es necesario saber que las vocales se dividen en dos grupos: las vocales abiertas y las cerradas. Las abiertas son la a, la e y la o. Las cerradas son la i y la u. Cuando la palabra grave termina en dos vocales, la primera cerrada y la segunda abierta, y la sílaba tónica es la cerrada, se escribe el acento. Es el caso de "comía, dormía o ganzúa". La otra excepción con palabras graves que queremos comentar aquí es la correspondiente a las palabras que terminen en n o s, siendo una consonante la letra previa a éstas. Por ejemplo, en bíceps o en fórceps. Aunque son graves y terminan en s, se acentúan porque la letra anterior a la s es otra consonante, en ambos casos la p.


El correcto uso de las letras:

La parte más difícil de la ortografía consiste en aprender el uso correcto de cada letra. Muchas de las letras de nuestro abecedario tienen usos específicos y aunque en principio debe aplicarse un gran esfuerzo en aprender estas reglas, luego de un tiempo se vuelve un ejercicio interesante dado que observamos ejemplos en todas partes. El problema es que en nuestro idioma hay letras que se pronuncian de manera muy parecida pero que se usan de forma distinta de acuerdo al entorno en que se enmarcan. Particularmente en Latinoamérica, se ha perdido la diferencia entre la pronunciación de las letras "c", "z" y "s", así como en las letras "b" y "v", y en un caso de la "g" y la "j".

En el caso de la c, la z y la s, se haría difícil para alguien inexperto saber si la palabra pacer debería escribirse pacer, paser o pazer. Para resolver esto se han creado ciertas reglas cuyo grado de dificultad estriba en su abundancia y no en otra cosa. Citaremos aquí algunas de estas reglas sólo como referencia:

La c: verbos con terminaciones hacer, recibir, decir y conceder; sustantivos que terminan en homicidio, catolicismo y latrocinio; algunas palabras esdrújulas que terminan en: cómplice, cetáceo y lícito; muchos vocablos que terminan en prudencial, enjuiciar, ocioso, malicioso, calvicie, juicio, las palabras que terminan en abundancia, advertencia; los plurales de las palabras que terminan en z: lápiz, lápices; paz, paces.

La s: vocablos que terminan en: muchísimo, dantesco, mesura, despotismo, crisis; los adjetivos que terminan en famoso, decisivo, nicaragüense; los sustantivos femeninos que terminan en alcaldesa, pitonisa; terminaciones como la de las palabras conclusión, propulsión; las combinaciones incorporadas en algunas inflexiones verbales: saltase, cubriese; los vocablos que contienen las combinaciones segmento, signo; y, por supuesto, como letra final de la mayoría de los vocablos castellanos.

La z: derivados de nombres terminados en portazo, melaza, maizal, pastizal, castizo, cobertizo, levadizo, pozuelo, cazuela; muchas palabras agudas como capataz, viudez, lombriz, arroz, arcabuz; las inflexiones correspondientes a los verbos terminados en nazco, padezco, conozcas, conduzco.

La h: cuando se trata de palabras que comienzan por los diptongos hialino, hielo, hueso, huidizo, hioides; en las palabras que comienzan como humano, horror, hombro; en las palabras que comienzan por raíces griegas, como hipopótamo, hidrografía, hipertrofia, hipnótico; se mantiene en los derivados de palabras como vehículo, enhebrar, vahído, truhán, anhelar, inhumano.

La b: palabras que terminan en recibir, debilidad, nauseabundo; las que llevan las combinaciones brumosa, blasfemia, cable; las formas del copretérito de los verbos de la primera conjugación como mendigaba, hechizábamos, realizabais; las que comienzan con el prefijo bilingüe, bisectriz, bizcocho; los vocablos que comienzan con budismo, burbujas, búsqueda; los vocablos que comienzan con objetar, abstraído.

La v: palabras que comienzan con ventisquero, vertebrado, vestíbulo; en el presente del indicativo, del subjuntivo y el imperativo de los verbos estar, ir, andar y tener: vamos, estuve; vocablos precedidos en las consonantes n, d y b: invitación, advertir, obviar; después de cierva, siervo, servicio, divino, levadizo; vocablos terminados en herbívoro, equívoco; sustantivos y adjetivos que terminan en cava, inclusive, leva, grave, negativa, nocivo, nueve.

La g: palabras que terminan en agencia, urgente; vocablos que comienzan con el prefijo geo (tierra): geografía, geológico; infinitivos verbales con terminación er, ir, como escoger, corregir; antecediendo en regente, gesto; en los adjetivos que terminan en vigésimo, trigesimal, primogénito, octogenario; en las palabras que terminan como magia, elogio, religión.

La j: sustantivos que terminan en engranaje, relojería, consejero, extranjera; en el pretérito indefinido del indicativo y en el futuro y pretérito imperfecto del subjuntivo, de los verbos traer y decir: trajiste, dijo, trajera, dijéramos, trajese, dijese, trajere, dijere; en los verbos que terminan en ger, gir, cambia la g por j delante de a y o: recoger, corregir, recojo, corrijo, recoja, corrija; delante de a, o, u, como en maja, joroba, juglar; los verbos hojear y enrojecer que derivan de hoja y rojo.

La m: antes de p y b: diciembre, hombre, campestre, cumplido; antes de n: alumno.

La r: tiene sonido fuerte cuando se usa como comienzo de palabra: rincón, rápido; se escribe simple, aunque suene fuerte, después de consonante: enredo, subrayar; se escribe doble, para que produzca sonido fuerte, entre vocales: arrozal, carreta.

La x: en la formación de los prefijos ex (fuera de) y extra (además de): extemporáneo, extraordinario.

La ll: en la formación de las palabras que incluyen las partículas calleja, camello, fuelle, pajarillo, canastilla.

Es importante saber que todas estas reglas tienen algunas excepciones y además algunos usos particulares adicionales a los que aquí mostramos. Pero el presente texto no pretende ser una guía sobre esto, sino apenas una simple referencia, por lo que invitamos al lector a reflexionar sobre estos temas haciendo las comparaciones de rigor con textos que tenga a la mano o, inclusive, con un diccionario.


Los signos de puntuación:

El tercer elemento a analizar en todo esto son los signos de puntuación. Añadidos al idioma escrito con la idea de representar las diferencias de velocidad o entonación que solemos hacer en el lenguaje hablado, los más conocidos son el punto, la coma y los signos de interrogación y exclamación. Son los más fáciles de usar.

La coma (,) es la representación de una breve pausa que haríamos si la frase escrita fuera pronunciada. Se usa para unir elementos en una descripción y se elimina cuando se llega al elemento final y debe ser usada la conjunción "y": la casa, los árboles y el automóvil. Sería incorrecto escribir la casa, los árboles, y el automóvil. Igualmente, cuando se dicen varias frases cortas en una misma oración, deben ser separadas por comas: "gritos desesperados, rostros llorosos, miembros rígidos: era la desolación". Se usa coma también cuando se construye una frase a la manera del antiguo vocativo latino: "Roberto, corre a casa". Esto implica también el uso de coma en la frase "corre, José, corre". Se usa también cuando se omite el verbo: iremos a la playa, ustedes también (decimos que se omite el verbo porque la frase es una forma abreviada de decir iremos a la playa, ustedes irán también). Igualmente, cuando se intercala una frase que explica algo que tiene que ver con la que le sirve de alojamiento: las puertas del Ayuntamiento, declaró el alcalde, estarán abiertas. También se debe usar coma cuando se trasponen los elementos de una oración: a tempranas horas de la mañana, yo lo leía. Y, finalmente, cuando se escribe una conjunción adversativa: la encomienda llegó, no obstante, se quedaron algunos objetos.

El punto y coma (;) define una pausa mayor que la de la coma. Es el término medio entre la pausa representada por la coma y la representada por el punto. Suele separar oraciones de sentido opuesto (todos convenían en la necesidad de decir siempre la verdad; excepto Pedro, el mitómano) o que, siendo largas, guarden entre sí estrecha relación (ya no volverás a soportar la inmunda carga maloliente de mi suciedad y mi embriaguez; ya podrás almacenar todos los días, rincón oloroso a cedro de Perijá). El punto y coma se utiliza también para separar ideas cuando sirven de explicación a los elementos de una descripción (los ojos, azules y grandes; la boca, carnosa y provocativa; las manos, blancas y suaves). También se usa antes de luego, sin embargo y no obstante, y con menor frecuencia antes de pero y mas (sus declaraciones son ciertas; sin embargo, carecen de toda efectividad).

Los dos puntos son una pausa un poco más larga que el punto y coma que funciona como anuncio de que una frase que debe ser tomada en cuenta para entender la anterior está por ser pronunciada (lo comprendí entonces: había llegado mi fin), o para hacer una cita textual (Bolívar dijo: «Moral y luces son nuestras primeras necesidades»), así como para marcar el inicio de una enumeración (había muchas personas: desde mercaderes hasta marineros, desde niños hasta ancianas, desde doctores hasta campesinos). Algo importante es que la presencia de los dos puntos no quiere decir que la palabra siguiente deba iniciar con mayúsculas. Este es un error bastante común.

El punto representa la pausa más larga de todas. Marca el final de una frase y el inicio de otra. También se usa para indicar una abreviatura, excepto cuando la misma es la abreviatura de alguna unidad de medida.


Otros signos de puntuación de usos más específicos:

Exclamación e interrogación: identifican una exclamación o una pregunta directamente. Se escriben al abrir y al cerrar la exclamación o la pregunta: ¿está muy cerca? ¡ya viene! La presencia del signo de exclamación o de interrogación implica que, si está al final de una frase, el punto desaparece absorbido por el que ya incluye el signo en su parte inferior. Esto no ocurre cuando el signo que debe seguir es una coma o cualquier otro, y se mantiene.

Paréntesis: se utilizan abriendo y cerrando una expresión que amplía la posibilidad de comprender una frase específica. El hombre caminó (nunca había corrido) lo más rápido que pudo.

Comillas: destacan palabras o giros (le llamó «dotol») y reproducen citas textuales (dijo, mirándome: «No tienen nada que ver»). También encierran títulos de partes de obras, títulos de revistas y periódicos. En algunos casos indican que se está empleando un vocablo extranjero. Es un error usar las comillas para destacar la importancia de una frase en particular.

Guión largo: sirve para indicar la aparición de un diálogo en el texto o como los paréntesis, encerrando en sí una frase dentro de otra que funge de principal. En el primer caso, el guión se coloca al principio del párrafo y no se cierra al terminar el diálogo:

-Dime qué piensas, hermana.

Esta frase puede a su vez ser interrumpida por el narrador añadiendo un nuevo guión largo, que se cerrará sólo si la frase contenida en él no está al final del párrafo:

-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño, con lágrimas en los ojos-, me tienes preocupado.

Como vemos, se mantiene la presencia de cualquier signo de puntuación que, de no existir el guión, se hubiera colocado en ese punto de la frase. El tercer caso es cuando la frase que se inserta en el diálogo termina el párrafo:

-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño.

En este último caso, el guión no se cierra, pues el punto y aparte cumple la función de cerrarlo automáticamente.

Cuando el guión trabaja como un paréntesis, la sintaxis es básicamente la misma comentada. Agregaremos que en este último caso, el guión deja de cerrarse cuando le sigue un punto y seguido o un punto y aparte, a diferencia del caso anterior, donde deja de cerrarse sólo con el punto y aparte.

Guión corto: separa las sílabas al final de una línea. También se usa en la escritura de las palabras compuestas separadas.

Diéresis: dos puntos que se colocan sobre la u cuando ésta se encuentra entre "g" y "e" o "i" (aragüeño, Güiria).

Llaves: agrupan contenidos en cuadros sinópticos.

Corchetes: indican que lo que se encierra en ellos puede quedar fuera del discurso, se está declarando fuera de contexto.

Asterisco: hace una llamada que luego el lector debe seguir al final de la página o del texto.

martes, 1 de marzo de 2011

Estudio sobre los personajes de una historia.


Personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla cabalmente.

Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos. Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son los días de la semana.

Es importante saber que no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.

Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.

En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.

El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres simples sólo determinados por un nombre.

Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos se van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.

La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad, independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización. En la novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.

Otro factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es definido simplemente por su actividad -el periodista, la gran señora, el hombre- o por un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de sus características.

Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la llaman así, pero en sus conversaciones cotidianas algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte, así, que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera. Otras combinaciones son más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K -la primera letra del apellido del autor-, en algún cuento, Kafka asigna a sus personajes nombres de variables matemáticas: A y B.

Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.

En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario, y que al leerlo se prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.

Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de alguna u otra manera -en primera o en tercera persona- se encarga de contar la historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un personaje, y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos autores.

LA IMPORTANCIA DE LA ENTONACIÓN EN UN RELATO.


Las palabras dan emociones, pero las emociones nacen desde la voz del narrador.

Pueden ser voces irónicas, cínicas, desafiantes, persuasivas, desconfiadas, enamoradizas, vengativas, melancólicas...

La voz del escritor sobrevuela el texto desde el momento en que elegimos narrar un relato desde nuestro particular punto de vista, pero lo que cuenta el narrador, "cómo lo dice" (tono del discurso), es tan importante -o más- que "lo que dice" (argumento).

Una frase literaria, dicha en tono satírico, no significa lo mismo que expresada en tono frío o distante. Es como un chiste: será más o menos gracioso no sólo por la anécdota en sí, sino más bien por cómo la transmite la persona que la cuenta.

Por tanto, el tono de un relato es la actitud emocional que el narrador mantiene hacia el argumento y hacia los protagonistas.

La entonación crea un efecto de empatía en el lector, porque, según el tono con que se cuente la trama argumental, ésta puede expresar diferentes sentimientos.

No es el mismo discurso afirmar que lloverá, dudar si lloverá o no lloverá o amenazar a alguien con que le lloverá encima.

El tono del relato, en definitiva, puede modificar la historia y forma parte del punto de vista desde dónde quiere narrar el escritor. Cuando éste comienza un cuento, opta por una narración concreta, elige desde qué narrador va a contarla (primera, segunda o tercera persona), pero también desde qué sentimiento (tono) lo enuncia.