"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 25 de marzo de 2013

A causa de ti.

"A cause de toi je ne supporte plus les ciels gris, les pluies de novembre, les dernières feuilles d'or, les arbres noirs et nus où je voyais une promesse de printemps. Je fuis les aubes et les crépuscules, je m'éperonne pour regarder le soleil et le clair de lune"

sábado, 23 de marzo de 2013

NARCISO Y ECO.

Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con su charla incesante entretenía a Hera, esposa de Zeus, y estos eran los momentos que el padre de los dioses griegos aprovechaba para mantener sus relaciones extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo esto, condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de las frases que escuchara, y ella, avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo. Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo que si se veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así hermosísimo sin ser consciente de ello, y haciendo caso omiso a las muchachas que ansiaban que se fijara en ellas. Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía estar ensimismado en sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos paseos sumido en sus cavilaciones, y uno de esos paseos le llevó a las inmediaciones de la cueva donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó prendada de él, pero no reunió el valor suficiente para acercarse. Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió muchos más. Eco le esperaba y le seguía en su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un ruido que hizo al pisar una ramita puso a Narciso sobre aviso de su presencia, descubriéndola cuando en vez de seguir andando tras doblar un recodo en el camino quedó esperándola. Eco palideció al ser descubierta, y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella. - ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues? - Aquí... me sigues... -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz. Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda de los animales, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa... pero su risa helada la desgarró. Y así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones, del amor que albergaba en su interior, Eco moría. Y se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído... "qué estúpida... qué estúpida... qué... estu... pida...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia piedra de la cueva... Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así, Nemesis, diosa griega que había presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a salir a pasear y le encantó hasta casi hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco, y sediento se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta imagen le perturbó enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Y hay quien cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen que enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor al que se le dio su nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de los ríos.

viernes, 22 de marzo de 2013

LA HORMIGA. MARCO DENEVI

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

lunes, 18 de marzo de 2013

APRENDIZAJE. POR CARLOS RAFAEL LANDI

No sé cómo llegué a este lugar. Tampoco sé cómo lograré salir. El caso es que estoy y vos estás, que todos estamos. Tenemos suerte, yo tengo trabajo y vos la posibilidad de aprender. No todo el mundo es capaz de sobrevivir en esta jungla en la que los monos son personas y los leones los que mandan. También hay elefantes, pero esos están afuera. Tratemos de ayudarnos unos a otros. Vos vas a salir muy pronto, yo quizás me quede para siempre...

EL HOMBRE DE ENFRENTE. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Lo miraba extasiado y pensaba que era feliz. Todos los días leía el diario en la vereda durante horas, disfrutaba cada renglón de las noticias y gesticulaba como si estuviera siendo partícipe de robos, asesinatos y luchas polìticas. Un día el hombre de enfrente no volvió a su casa y pensé que tal vez había perdido el rumbo de su vida. Después de muchos años apareció sonriente. Yo creìa que había muerto...

EL FINAL DE LA REINA. CARLOS RAFAEL LANDI

A las cinco de la mañana, mientras María Antonieta escribe todavía su última carta, tocan ya a llamada los tambores en todas las cuarenta y ocho secciones de París. A las siete está en pie toda la fuerza armada; cañones dispuestos a ser disparados cierran los puentes y las grandes calles; destacamentos de guardia atraviesan la ciudad con bayoneta calada; la caballería forma grandes filas... Un inmenso movimiento de soldados, y todo contra una única mujer que ella misma no quiere otra cosa sino llegar pronto al fin. Con frecuencia, la fuerza tiene más miedo de la víctima, que la víctima de la fuerza. A las siete, la criada del carcelero se desliza silenciosamente en el calabozo. Sobre la mesa arden todavía las dos luces de cera; en el rincón está sentado el oficial de gendarmería, como una sombra vigilante. AL principio, Rosalía no ve a la reina; sólo después nota, toda espantada, que María Antonieta, completamente vestida de su negra ropa de viuda, está tendida en el lecho. No duerme. Sólo está fatigada y agotada por sus permanentes pérdidas de sangre. La tierna aldeanita se aproxima temblorosa, conmovida por doble compasión: de la condenada a muerte y de su reina. «Señora -pronuncia sobrecogida al acercarse-, ayer por la noche no tomó usted ningún alimento, y casi nada durante el día. ¿Qué desea hoy por la mañana?» « Hija mía -le responde la reina sin levantarse-, ya no necesito nada; para mí está ya todo terminado.» Pero, como la muchacha le ofrezca de nuevo, insistentemente, una sopa que ha preparado especialmente para ella, acaba por decir, fatigada: « Bueno, Rosalía, tráigame usted el bouillon ». Toma algunas cucharadas; después, la muchachita la ayuda a cambiar de traje. Han recomendado a María Antonieta que no vaya al cadalso con la negra ropa de luto con que compareció ante los jueces: el llamativo traje de viuda podría excitar al pueblo. María Antonieta -¡qué le importa ahora un vestido!- no opone ninguna resistencia y decide llevar un ligero traje blanco de mañana. Pero tampoco para esta última molestia le es ahorrada una última humillación. En todos estos días, la reina ha perdido sangre incesantemente; todas sus camisas están manchadas de ella. Por el natural deseo de recorrer corporalmente limpia su último camino, quiere cambiar ahora de camisa y ruega al oficial de gendarmes que está de guardia que se retire durante un momento. Pero el hombre, que tiene el severo encargo de no perderla de vista ni un segundo, declara que no le es permitido abandonar su puesto. Por tanto, se acurruca la reina en el estrecho espacio entre la cama y la pared, y mientras se cambia la camisa, la cocinera, compasiva, se coloca delante de ella para ocultar su desnudez. Pero ¿qué hacer con la ensangrentada camisa? Se avergüenza la mujer de dejar aquel lienzo maculado bajo la vista de aquel hombre desconocido, expuesto a las curiosas miradas de los que, pocas horas más tarde, deben venir para repartir la ropa de su pertenencia. Por tanto, la arrolla rápidamente en un pequeño envoltorio y lo introduce en un hueco que hay en el muro, detrás de la estufa. Se viste entonces la reina con especial cuidado. Desde hace más de un año no ha vuelto a pisar la calle ni ha visto sobre su cabeza el cielo libre y dilatado: precisamente este último deseo debe hacerlo limpia y decentemente vestida; no es una vanidad femenina to que la determina a ello, sino el sentimiento de la dignidad en esta hora histórica. Cuidadosamente se ajusta el blanco vestido mañanero, envuelve su cuello con un fichu de suave muselina, escoge sus mejores zapatos; oculta sus encanecidos cabellos con una cofia de dos volantes. A las ocho llaman a la puerta. No, no es todavía el verdugo. No es más que el que le precede, el sacerdote; pero uno de esos que han prestado juramento a la República. La reina se niega cortésmente a confesarse con él; sólo reconoce como verdaderos servidores de Dios a los sacerdotes no juramentados, y, a la pregunta de si debe acompañarla en sus últimos pasos, responde con indiferencia: «Como usted quiera» . Esta aparente indiferencia es, hasta cierto punto, el muro protector tras el cual prepara María Antonieta su energía para el último viaje. Cuando, a las diez de la mañana, entra el ejecutor Sansón, joven de estatura gigantesca, para cortarle los cabellos, deja tranquilamente que le ate las manos a la espalda y no opone ninguna resistencia La vida, ya lo sabe, no es posible salvarla; únicamente el honor. Pues ahora, ¡a no mostrar debilidad alguna delante de nadie! Sólo conservar la fortaleza y enseñar a todos los que desean verlo cómo muere una hija de María Teresa. Hacia las once se abren las puertas de la Conserjería. Fuera está la carreta del verdugo, una especie de carro con adrales y al cual está enganchado un poderoso y pesado caballo. Luis XVI había sido conducido todavía a la muerte, solemne y respetuosamente, en su cerrada carroza de corte, protegido por las paredes de cristal contra la más grosera curiosidad y el más ofensivo odio. Pero, después, la República ha seguido avanzando desmedidamente en su camera impetuosa; también exige igualdad en el viaje de la guillotina; una reina no debe morir más cómoda que cualquier otro ciudadano; un carro de adrales es suficiente para la viuda de Capeto. Como asiento le sirve sólo una tabla puesta entre los travesaños, sin almohadón ni cubierta alguna; también madame Roland, Danton, Robespierre, Fouquier, Hébert, todos los que envían ahora a María Antonieta hacia la muerte, harán su último viaje sobre la misma dura tabla; sólo un breve trecho de camino precede la condenada a sus condenadores. Primeramente surgen del oscuro pasillo de la Conserjería algunos oficiales, y detrás de ellos toda una compañía de la guardia con el fusil al hombro; después María Antonieta, tranquila y con seguro paso. El verdugo Sansón lleva cogido el extremo de la larga cuerda con la cual ha atado a la espalda las manos de la reina, como si hubiese peligro de que su víctima, rodeada de centenares de guardias y soldados, pudiera todavía escaparse. Involuntariamente, la muchedumbre queda sorprendida por esta humillación insospechada a innecesaria. No se alza ninguno de los sarcásticos gritos habituales. En completo silencio, se deja que la reina avance hasta la carreta. Llegados allí, Sansón le ofrece la mano para subir. Junto a ella se sienta el clérigo Girard, vestido de paisano, mas el verdugo permanece en pie, inconmovible el semblante, con la cuerda en la mano; lo mismo que Carón las almas de los difuntos, lleva a diario su cargamento, con impasible corazón, a la otra orilla del río de la vida. Pero esta vez, tanto él como sus ayudantes, durante todo el trayecto llevan bajo el brazo el sombrero de tres picos, como si quisiesen disculparse de su triste oficio ante la mujer indefensa que conducen al patíbulo. La miserable carreta avanza lentamente, bamboleándose sobre el pavimento. Con toda intención se deja tiempo para que cada cual pueda considerar suficientemente este espectáculo único. Sobre su duro asiento, le daña a la reina hasta el tuétano de los huesos cada vaivén de la grosera carreta sobre el mal pavimento, pero, inconmovible el pálido semblante, con sus ojos orlados de rojo mirando fijos ante sí, María Antonieta no da ninguna muestra de miedo o de dolor a las apretadas filas de curiosos. Reconcentra todas las fuerzas de su alma para mantenerse enérgica hasta el final, y en vano sus más crueles enemigos acechan para sorprender en ella un momento de debilidad o desaliento. Pero nada desconcierta a María Antonieta, ni siquiera que, junto a la iglesia de Saint-Roch, las mujeres allí reunidas la reciban con los habituales sarcásticos clamores, ni que el comandante Grammont, para animar la fúnebre escena, cabalgue delante del carro de la muerte con su uniforme de guardia nacional y, blandiendo el sable, exclame: « ¡Aquí tenéis a la infame Antonieta! Se ha fastidiado ahora, amigos míos». El semblante de la reina permanece inmóvil, como de bronce; parece no oír ni ver nada. Las manos atadas a la espalda le hacen levantar un poco más la cabeza; mira derechamente ante sí, y todos los abigarrados y bárbaros cuadros de la calle no penetran ya en sus ojos, que, en su interior, se encuentran ya anegados por la muerte. Ni un estremecimiento mueve sus labios, ningún escalofrío recorre su cuerpo; totalmente señora de sus fuerzas, permanece allí sentada, orgullosa y desdeñada, y hasta el mismo Hébert tiene que confesar al día siguiente en su Père Duchéne : «Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz a insolente». En la esquina de la calle de Saint-Honore, en el sitio del actual café de la Régence, esperaba un hombre, lápiz en ristre y una hoja de papel en la mano. Es Luis David, una de las almas más cobardes al mismo tiempo que uno de los mayores artistas de la época. Siendo uno de los que gritaron más alto durante la Revolución, sirve a los poderosos mientras están en el poder y los abandona en el peligro; pinta a Marat en su lecho de muerte; el 8 Thermidor le jura patéticamente a Robespierre «vaciar con él el cáliz hasta las heces», pero ya el día 9, en sesión fatal, está agotada su sed de heroísmo y el triste personaje se retira a su casa para esconderse, librándose de la guillotina mediante esta cobardía. Enemigo encarnizado de los tiranos durante la Revolución, será el primero que se convierta al nuevo dictador, y para ello, después de haber pintado la coronación de Napoleón, trocará su antiguo odio a los aristócratas por el título de barón. Arquetipo del eterno tránsfuga que corre tras el poder, lisonjeador de los triunfadores, despiadado con los vencidos, pinta a los vencedores en su coronación y a los derrotados, camino del patíbulo. Desde lo alto de la misma carreta que lleva a María Antonieta, también Danton, que conoce bien su lamentable carácter, lo descubrirá más tarde, y rápidamente, al paso, ha de cruzarle la cara con el latigazo de esta despreciativa injuria: «¡Lacayo!». Pero aunque tenga alma de criado y un corazón cobarde y miserable, este hombre posee un ojo magnífico y una mano impecable. En un bosquejo, fija de modo imperecedero, en la volandera hoja de papel, el semblante de la reina tal como va camino del cadalso: boceto espantoso y magnífico, dotado de siniestra fuerza, arrancado de la propia vida, caliente y palpitante: una mujer envejecida, ya no bella, pero todavía orgullosa. La boca cerrada con soberbia, como si gritara hacia dentro; los ojos indiferentes y ajenos a lo que ocurre, va sentada, con las manos atadas a la espalda, tan recta y desafiadora sobre su carreta de adrales como si estuviese en un trono. Un indecible desprecio nos habla desde cada uno de los rasgos de su rostro como de piedra; una inconmovible decisión se ve en el busto bien erguido; una resignación que se ha transformado en pertinacia, un dolor que internamente ha llegado a ser una fuerza, prestan a esta atormentada figura una nueva y terrible majestad. Hasta el mismo odio no puede ocultar, en este dibujo, la nobleza con que María Antonieta triunfa de la vergüenza de la carreta de adrales con su actitud magnífica. La gigantesca Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia, está llena de gente. Diez mil personas se encuentran allí de pie desde por la mañana temprano, para no perder aquel espectáculo único de ver cómo una reina, según la grosera frase de Hébert, es «afeitada por la navaja nacional». Horas enteras lleva ya de espera la curiosa muchedumbre. Para no aburrirse, se charla un poco con una linda vecinita, se ríe, se bromea, se compran periódicos o caricaturas a los voceadores, se hojea el más reciente folleto de la actualidad: Les Adieux de la Reine à ses mignons et mignonnes o Grandes fureurs de la ci-devant Reine. Se trata de adivinar, en voz baja, qué cabezas caerán aquí, en el cesto, en los días siguientes, y, mientras tanto, se adquiere limonada, panecillos o nueces de los vendedores callejeros: la gran escena bien merece un poco de paciencia. Sobre este hervidero de curiosos, negro y ondulante, se elevan rígidamente dos siluetas, las únicas cosas sin vida en aquel espacio cargado de animación humana: la esbelta línea de la guillotina, con su puente de madera que lleva del más acá al más allá; en lo alto de su yugo centellea, bajo el turbio sol de octubre, el brillante indicador del camino, la cuchilla recién afilada. Ligera y esbelta, se recorta sobre el cielo gris, juguete olvidado de un dios horrendo, y los pájaros, que no sospechan la tenebrosa significación de este cruel instrumento, juguetean despreocupadamente sobre él en sus revoloteos. Severa y grave se levanta allí al lado, dominando a esta tremenda puerta de la muerte, la gigantesca estatua de la Libertad, sobre el pedestal que sostuvo en otro tiempo la estatua de Luis XV. Tranquilamente se muestra allí sentada la inaccesible diosa, coronada la cabeza con el gorro frigio, meditando con la espada en la mano; permanece allí sentada, piedra sobre piedra, la diosa de la Libertad, y mira soñadora ante sí. Sus blancos ojos sin pupila miran más allá de la muchedumbre, eternamente inquieta, que se tiende a sus pies, y mucho más allá de la inmediata máquina mortífera, fijándose en algo lejano a invisible. No ve en torno suyo lo humano, no ve la vida, no ve la muerte, la incomprensible y eternamente diosa amada, con sus soñadores ojos de piedra. No oye los gritos de todos aquellos que la llaman, no advierte las guirnaldas que se cuelgan en torno a sus rodillas de piedra, ni la sangre que abona la tierra bajo sus pies. Símbolo de un eterno pensamiento, extraño entre los hombres, permanece silenciosa y contempla en la lejanía una invisible meta. Ni pregunta ni sabe qué cosas se realizan en su nombre. De pronto se agita la muchedumbre, se alza en conmoción, para quedar después súbitamente muda. En este silencio se oyen ahora unos salvajes gritos que llegan desde la calle Saint-Honoré; se ve la caballería que precede al cortejo, y después, bamboleándose al dar la vuelta a la esquina, la trágica carreta con la mujer amarrada que en otro tiempo fue señora de Francia; de pie, detrás de ella, con la cuerda llevada orgullosamente en una mano y humildemente el sombrero en la otra, viene Sansón, el verdugo. Un silencio total se hace ahora en la plaza gigantesca. Los vendedores no lanzan sus pregones, enmudece toda lengua; tan grande llega a ser el silencio, que se perciben los pesados pasos del caballo y el chirriar de las ruedas. Las diez mil personas que poco antes charlaban y se reían animadamente, se sienten de pronto oprimidas y contemplan con una mágica emoción de horror a la pálida mujer atada que no mira a nadie. Sabe que aquello no es más que la última prueba. Sólo cinco minutos hasta morir, y después la inmortalidad. La carreta se detiene delante del patíbulo. Tranquila y sin auxilio de nadie, «con aire aún más sereno que al salir de la prisión», asciende la reina, rechazando toda ayuda, las escaleras de tablas del cadalso; sube exactamente con la misma alada facilidad, calzando sus negros zapatos de satén de tacones altos, por esta última escalera, como en otro tiempo por las escalinatas de mármol de Versalles. Ahora, por encima del repulsivo verbeneo de las gentes, una última mirada que se pierde en el cielo. ¿Reconoce, al otro lado de la plaza, en medio de 1a neblina otoñal, las Tullerías, en las que ha vivido y sufrido indecibles dolores? ¿Recuerda todavía, en estos últimos minutos, ya los postreros, el día en que estas mismas muchedumbres la saludaron con entusiasmo, en el mismo jardín, como heredera del trono? No se sabe. Nadie conoce los últimos pensamientos de un moribundo. Ya está terminado todo. Los verdugos la cogen por los hombros; la arrojan, con un rápido impulso, sobre el tablero, con la nuca bajo el filo; un tirón de la cuerda, un relámpago de la cuchilla, que cae zumbando, un golpe sordo, y Sansón coge ya por los cabellos la cabeza que se desangra, alzándola bien visible a los cuatro lados de la plaza. De repente, el horror que cortaba el aliento de las diez mil personas se resuelve ahora en un salvaje grito de «¡Viva la República!» que retumba al salir de unas gargantas libradas ahora de una furiosa congoja. Después, la muchedumbre se dispersa casi presurosa. Parbleu! , realmente son ya las doce y cuarto, más que tiempo para la comida del mediodía; ahora, de prisa a casa. ¿Para qué estar aún más tiempo dando vueltas por allí? Mañana, y todas las próximas semanas, y meses, podrá casi todos los días, en la misma plaza, contemplarse veces y veces idéntico espectáculo. Es más de mediodía. La muchedumbre se ha dispersado. En un carretoncillo se lleva el ejecutor de la justicia el cadáver, con la sangrienta cabeza entre las piernas. Algunos gendarmes guardan todavía el cadalso. Pero nadie se preocupa de la sangre que va empapando lentamente la tierra; aquel lugar vuelve a quedar vacío. Sólo la diosa de la Libertad con sus soñadores ojos de piedra, ha permanecido inmóvil en su sitio, y contempla sin cesar, allá en lo remoto, una meta invisible. No ha visto ni oído nada. Severamente, columbra una eterna lejanía más allá de las salvajes y locas acciones de los hombres. No sabe ni quiere saber qué cosas se hacen en su nombre.

jueves, 14 de marzo de 2013

“El Otro Yo”. Mario Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando. Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Solo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable». El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

El mito de la caverna. Resumen

En el mito, Platón relata la existencia de unos hombres que desde su nacimiento se encuentran atados de piernas y cuello, en el interior de una oscura caverna. Prisioneros no sólo de las sombras oscuras propias de los habitáculos subterráneos, sinó también de su campo de visión, de manera que tienen que mirar siempre adelante debido a las ataduras sin poder nunca girar la cabeza. La luz que ilumina el antro emana de un fuego encendido detrás de ellos, elevado y distante. Nos dice que imaginemos entre el fuego y los prisioneros un camino elevado a lo largo del cual se ha construido un muro, por este camino pasan unos hombres que llevan todo tipo de objetos o figuras que los sobrepasan, unos con forma humana y otros con forma de animal; estos caminantes que transportan objetos, a veces hablan y a veces callan. Los cautivos, con las cabezas inmóviles, no han visto nada más que las sombras proyectadas por el fuego al fondo de la caverna -como una pantalla de cine en la cual transitan sombras chinas- y llegan a creer, faltos de una educación diferente, que aquello que ven no son sombras, sino objetos reales, la misma realidad. El interlocutor de Sócrates, Glaucón, afirma que está absolutamente convencido que los encadenadosno pueden considerar otra cosa verdadera que las sombras de los objetos. Debido a la obnubilación de los sentidos y la ofuscación mental se hallan condenados en tomar por verdaderas todas y cada una de las cosas falsas. Seguidamente, Sócrates se pregunta qué pasaría si uno de estos cautivos fuese liberado y saliese al mundo exterior. Pues, tendría graves dificultades en adaptarse a la luz deslumbradora del sol; de entrada, por no quedar cegado, buscaría las sombras y las cosas reflejadas en el agua; más adelante y de manera gradual se acostumbraría a mirar los objetos mismos y, finalmente, descubriría toda la belleza del cosmos. Asombrado, se daría cuenta de que puede contemplar con nitidez las cosas, apreciarlas con toda la riqueza policroma y en el esplendor de sus figuras. I si el prisionero liberado, volviera a la obscura caverna para comunicar su descubrimiento, ¿le creerían? No, sino que se reirían de él, diciendo que la ascensión le ha perturbado. Incluso, afirma Sócrates, quesi intentase desatarlos y hacerlos subir por la empinada ascensión hacia la entrada de la caverna, si pudiesen prenderlo con sus propias manos y matarlo, le matarían; así son los prisioneros: cómodos en su engaño y violentos.

domingo, 3 de marzo de 2013

SYLVIE VARTAN por CARLOS RAFAEL LANDI

Naciste bajo la influencia de Mercurio, nunca te adentraste en su significado: Inteligencia concreta y práctica. Afectividad cálida, expansiva y racional. Pero ahí termina tu conocimiento, no llegás a la altura de tu ídola, de ese ícono que fue una chica ye-ye de los años sesenta; su expresión era en aquellos lejanos tiempos, cuando cantaba esa canción: "Ce soir je serè la plus belle pour aller dancer…", la de una jovencita rubia y hermosa que se presentaba al baile de sociedad por primera vez, con cierta timidez, y que causaba la admiración de todos cuantos la contemplaban. Solo te queda el recuerdo vago de aquella ocasión cuando tenías 12 años y cantó en el Club Provincial de Rosario, vos no pudiste ir, eras muy chico decían tus primas, que no sabían que estabas enamorado de Sylvie, "escuchála por la radio" te dijeron, "después te contamos…" Te enteraste que el 5 de Diciembre va a cantar en el Chatelet de París y... Son las doce del mediodía de un domingo gélido en París y hay tiempo de sobra. El concierto de Sylvie en el Chatelet empieza a las cuatro y ya averiguaste como ir en el metro, lo sabés de memoria. Caminás dos cuadras hasta la estación Grand Boulevards, te bajás en Strasbourg y luego tomás el metro que va a Chatelet y ahí estás, no son más de quince minutos. Aunque quieras llegar antes, hay tiempo de sobra. Sacás el CD de la mochila, agarrás el discman y buscás "La plus Belle"… sos capáz de cantarla de memoria y sí, lo hacés. Las letras emergen difusas en francés, a veces incoherentes, desde ese submundo idealizado que descansa plácido en el rincón desesperado de tus recuerdos. Son voces de fantasmas, gritos insatisfechos, éxtasis espirituales que a través de fotos y videos de You Tube se materializaron en imágenes en tu netbook. "Ce soir je serè la plus belle pour aller dancer…".había nacido precisamente cuando Mercurio alumbraba tus doce años y aunque no lo creas ese fue el tiempo cuando Sylvie subió los primeros escalones de la cúspide donde ahora se balancea triunfante para siempre: París, Nueva York, Montreal, Tokio, Barcelona, Sofía, y aunque hoy mirás a veces con desdén a ese chico enamorado de su ídola, que se encerraba en el baño para escucharla tranquilo,“Una ventana al éxito" de Antonio Barros, en la radio portátil roja que le había comprado su papá. La niña rubia que cantaba tan lindo nunca se fue de tu vida. ¿Te acordás cuando un Sábado a la tarde compraste tu primer simple de vinilo en el Centro Cultural del Disco en la calle Florida? Y estrenaste el Wincofón a válvulas que tu papá había comprado a crédito? ¿Y cuando pusiste un parlante abajo del agua para escucharla cuando sumergías la cabeza en la pileta del fondo agobiado por el calor de esos veranos terribles en Buenos Aires ? Sentías la vibración de la canción que se extendía por todas las entrañas de tu frágil cuerpo y la música frenética moviendo tus piernas, pero Sylvie no estaba, estabas solo con su voz y tu Winco cantando la plus Belle. Ni que decir que fueron Los Beatles, A Hard Day's Night , los que sirvieron para dar un salto sobre la niña ye-ye, y te volviste músico desenfrenado por un tiempo. ¿Y los versos que pariste en el patio de la casa chorizo de Dobles 424? "Soñaba" era el tema caballito de batalla que tocaba el grupo Leyenda que vos integrabas, y hasta te convertiste en el ídolo de algunas chicas que iban a verlos tocar. Me acuerdo del día que cantaste hasta el paroxismo "Oh Darling", y la vibración del bajo tipo violín en el equipo de música Ecton de 150 wats te hizo sentir transportado al cielo y ahí Sylvie te arrebató todo, menos la esperanza de encontrar una parecida en la realidad y casi le rogaste a Venus como hizo Pigmalión con Galatea y el último día de Julio del 72 sin querer la encontraste, tan rubia, tan parecida y tan hermosa... Sylvie vuelve al Chatelet rezan los carteles. La gente se agolpa en el salón principal del teatro son las 15,30 y ya estás ahí con tu Sylvie de verdad que te acompañó desde Buenos Aires y que te acompaña casi desde toda tu vida. La amás con una pasión que viene de otro mundo y ella lo sabe desde siempre… Son las 15,45 y ya querés ubicarte en tu butaca pero la chica acomodadora rubia y hermosa te dice: "attendez une minute " "¿cómo ? ¿wait ?" "we mecie ". En tres minutos ya estás en tu butaca y los nervios te aferran la garganta, las lágrimas contenidas afloran en torrentes, han pasado casi 50 años y te acordás del éxtasis interruptus que te hicieron pasar tus primas cuando eras un pebete en los carnavales de Rosario. Estás fascinado ahora y ya no te acordás ni de tu nombre, eso no te impide gritar como un desaforado, la pronunciación no te sale igual, los otros son parisinos, pero no importa poco a poco aprendés y tu sonidos guturales entrar en armonía con el resto. Se te doblan las piernas y se meten en tu estómago unas cosquillas que no te dan risa sino vértigo, pero igual estás fascinado con el poema en la mano para entregárselo a ella: Sylvie Vartan Imagino tu hermosura, En el devenir de los días pasados. Mi sueño es tu sueño, El sueño de una tarde de verano. Nacimos en un lugar y un tiempo distinto, Y hablamos un idioma diferente. No importa, el amor existe en mí. Y estás ahí a metros de Sylvie pensando en lo que ella pensará al encontrarse con tu mirada, soñando que cuando le entregues los versos con un movimiento de sus brazos te dirá que subas al escenario para compartir su fama con vos y te va a abrazar y a besar y por fin vas a conjurar tus ganas de estar con ella aunque sea un segundo. Las luces del Chatelet se apagan, se encienden los reflectores y aparece Sylvie radiante como siempre y al son de la música advertís que al igual que vos hay miles de hombres y mujeres que escuchan con delirio a su ídola. Esos fans franceses te rodean, te envuelven y ya sos uno más de ellos y permanecerás entre ellos cuando los reflectores se apaguen y termine el Show. No está el beso y el abrazo, pero tu rostro se llena de orgullo cuando empiezan a sonar los primeros compases de la canción, y ella se mueve, elegantemente, al suave ritmo de esa música como de baile clásico, refinada, dulce, y empieza a desgranar las frases de la canción, ahora con seguridad, con el orgullo de haber vivido esos cincuenta años desde que la cantó por vez primera: "Ce soir je serè la plus belle pour aller dancer…". Y así se suceden una y otra canción.Ya no te acordás ni como te llamás, cantás, gritás y gritás y vociferás ¡Bravo Sylviiiiiiiiiiiiiii! Y así te perdés entre esa multitud, te difuminás, te esfumás fascinado, extasiado, en tu inmenso delirio de juventud... Es posible que tu problema, no haya sido más que un problema de soledad, y especialmente el de no haber encontrado un punto de contacto entre tu soledad y los otros. Si supieras que esta emoción que ahora te contiene se ha quedado pequeña de tanto olvido tras olvido, con la esperanza de que aparezca el dato de otro show de Sylvie o el momento feliz que justifique otro intento de escapada. Si supieras que tu soledad te hace ver alucinaciones; como cuando pensás en tu amor y lo imaginás como un bello desnudo de mujer rubia, de boca tentadora y ojos fascinantes y en el modo de retirarse su blonda cabellera cuando dice tu nombre, cuando te muestra sus dulces pechos arrebatados con dos pezones de dolor sobre el vientre melancólico de tu vida, y te sonríe y mira con la profundidad de las estrellas con sus dos ojos empañados de amor, y luego vuelve y besa el rincón más solitario de tu cuerpo y con todas las fuerzas de tu voluntad recorres su piel y sus cabellos de oro sin que nadie te empuje de entre la multitud de fans, como si fueras libre de estar entre sus brazos, de acariciar su espalda, de volver la mirada hacia sus ojos y de hundirte sin resistencia entre sus piernas libándole la vida, mientras te escapás por sus ingles en dirección a la nada y ella sonríe ahora y ya no te mira, pero dice tu nombre con una dulzura irrepetible en otra boca y sos libre de comenzar otra vez tu éxtasis con la promesa entera de su cuerpo desnudo acurrucado en tu cuerpo y su dulce voz susurrando canciones en tu oído, y así comprendés que lo que nunca has sido se rindió una noche gélida de invierno en el Chatelet de París y te convertiste por un rato en el joven que quisiste ser en la época del mayo del 68, y así evitaste la voz de tu conciencia que ya no te perdona nada tratando de desnacer cada minuto de tu vida, como si de esa forma pudieras impedir el pasado, como si fueras un loco que da palos al aire, mientras el niño cruel de los sesenta se ríe agazapado entre las sombras contra las que vos luchaste.¡Bravo Sylvie!

sábado, 2 de marzo de 2013

EL CASTILLO. Carlos Rafael Landi

Torturado es aquél a quien sus recuerdos infantiles sólo le traen miedo y tristeza. Infeliz aquél que vuelve la mirada hacia horas pasadas recordando vastos y lúgubres recintos de cortinados verdes y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar. Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido sumamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba. Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio. Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día. A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba. De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario. Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos. Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna. De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido. Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas. Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos. No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos había dejado de serlo—, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún. Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos horribles ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y haciendo un esfuerzo supremo di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. No grité, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de terribles recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación. Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este tiempo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.

EL DETECTIVE HAMMER. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Tengo mis estrategias", dispara el detective privado Martín Hammer con cierto celo. Se evidencia que no quiere revelar las intimidades de su trabajo que, en el 80 por ciento de los casos, dedica a resolver situaciones de infidelidad. Su nombre cobró notoriedad cuando esta semana se supo que la Justicia platense otorgó el divorcio de un matrimonio de la ciudad de las diagonales, tras convalidar las pruebas aportadas por su desempeño como investigador: una especie vernácula del mítico Sherlock Holmes. "Es difícil que mi presa se dé cuenta de que estoy cerca", asegura orgulloso y admite que todo tipo de elementos son válidos a la hora de buscar el mejor resultado. No escatima en el momento de utilizarlos como probatorios. Hammer remarca que "el hombre todavía sigue siendo más infiel", de modo que las mayores consultas y pedidos de investigaciones provienen de ellas. En este métier, los episodios impensados están a la orden del día. "Me ha ocurrido en varias oportunidades que una mujer sospechara que su marido la engañaba con la secretaria. Sin embargo, pude descubrir que el amante era el contador", confiesa. Las relaciones extramatrimoniales con personas del mismo género ya son parte de lo cotidiano para Martín. Más aún, el matrimonio igualitario también disparó consultas sobre adulterio. Y Hammer no duda en ir en búsqueda de la confirmación. ¿En auge? Las pruebas obtenidas en las investigaciones pueden derivar en pedidos de divorcio. De todas formas, es difícil precisar si han crecido o no las separaciones por adulterio en Buenos Aires, porque también se vienen afianzando los juicios de mutuo acuerdo. Pero está claro que la infidelidad en la ciudad está "a la orden del día, en toda edad y clase social", expresa el émulo de Gadget. Hammer está acostumbrado a trabajar con varios casos al mismo tiempo. Así, se ocupa de hacer básicamente seguimientos en sitios clave: los lugares de encuentro de los amantes suelen ser moteles, pensiones y domicilios particulares, mientras que el horario más común para la trampa es "antes y después del trabajo", afirma. Si bien el caso de adulterio conocido esta semana puso al detective (y su labor) en la agenda mediática, el detective no parece ser un advenedizo se despierta y se acuesta con las investigaciones. Es cierto, el 80 por ciento son por infidelidad, pero también me dedico a casos relacionados con sectas y conducta juvenil, y a temas comerciales y crímenes". La pasión por su actividad "viene de nacimiento", asegura. Y pone de manifiesto que además es su sustento económico. A juzgar por sus palabras, el negocio tiene demanda. En este punto Hammer critica a los improvisados: "Hay muchos oportunistas que sólo quieren ganar dinero".

¿Loco? POR GUY DE MAUPASSANT

¿Estoy loco? ¿O simplemente celoso? No lo sé, pero he sufrido horriblemente. He realizado un acto de locura, de locura furiosa, es cierto; pero los celos anhelantes, pero el amor exaltado, traicionado, condenado, pero el abominable dolor que soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes y locuras sin ser un verdadero criminal de corazón o de cerebro? ¡Oh! He sufrido, sufrido, sufrido de una forma continua, aguda, espantosa. Amé a aquella mujer con frenético arrebato… Aunque, ¿será esto cierto? ¿La amé? No, no, no. Me poseyó en cuerpo y alma, se apoderó de mí, me ligó. He sido, soy, su cosa, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo, a la forma de su rostro; jadeo bajo la dominación de su apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo eso, al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, y siempre la he odiado, despreciado, execrado; pues es pérfi da, bestial, inmunda; impura; es la mujer de perdición, el animal sensual y falso en el cual el alma no existe, en quien el pensamiento no circula jamás como un aire libre y vivifi cante; es la bestia humana; menos que eso: no es sino un seno, una maravilla de carne suave y redonda donde habita la infamia. Los primeros tiempos de nuestra relación fueron extraños y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me agotaba en un furor de deseos insaciables. Sus ojos, como si me hubiesen dado sed, me hacían abrir la boca. Eran grises al mediodía, se teñían de verde al caer la noche, y de azul al nacer el sol. No estoy loco: juro que tenían esos tres colores. En las horas de amor eran azules, como fatigados, con pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un temblor, dejaban asomar a veces la punta rosada y húmeda de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus pesados párpados se alzaban lentamente, descubriendo aquella mirada ardiente y anonadada que me enloquecía. Al estrecharla entre mis brazos yo miraba sus ojos y me estremecía, tan sacudido por la necesidad de matar a aquella bestia como por el imperioso deseo de poseerla sin cesar. Cuando ella cruzaba mi habitación, el rumor de cada uno de sus pasos producía una conmoción en mi alma; y cuando empezaba a desnudarse, dejando caer su vestido, y saliendo, infame y radiante, de las ropas que se aplastaban a su alrededor, yo sentía a lo largo de mis miembros, a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas; en mi pecho sofocado, un desfallecimiento infi nito y cobarde. Un día, me di cuenta de que estaba harta de mí. Lo vi en sus ojos, al despertar. Inclinado sobre ella, yo esperaba cada mañana esa primera mirada. La esperaba, lleno de rabia, de odio, de desprecio hacia aquel animal dormido cuyo esclavo era. Pero cuando el azul pálido de la niñas, ese azul líquido como el agua, se descubría, aún languideciente, aún fatigado, aún enfermo de la caricias recientes, era como una rápida llama que me quemaba, exasperando mis ardores. Aquel día, cuando sus párpados se abrieron, percibí una mirada indiferente y triste que ya no deseaba nada. ¡Oh! Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí al punto. Se había acabado, acabado, para siempre. Y tuve la prueba de ello a cada hora, a cada segundo. Cuando la llamaba con los brazos y los labios, se volvía hacia otro lado molesta, murmurando: «¡Déjeme en paz!» o bien: «¡Es usted odioso!», o bien: «¿No podré estar tranquila?» Entonces me sentí celoso, pero celoso como un perro, y astuto, desconfi ado, disimulado. Sabía perfectamente que pronto ella volvería a empezar, que algún otro vendría a reavivar sus sentidos. Tuve unos celos frenéticos; pero no estoy loco; no, desde luego que no. Esperé; ¡oh!, la espiaba; no habría podido engañarme; pero permanecía fría, indolente. Decía a veces: «Los hombres me asquean.» Y era cierto. Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia, celos de la soledad de sus noches; celos de sus gestos, de su pensamiento, que seguía siendo infame, celos de todo lo que adivinaba. Y cuando tenía a veces, al levantarse, aquella mirada muelle que seguía antaño a nuestra noches ardientes, como si alguna concupiscencia hubiera atormentado su alma y removido sus deseos, me acometían ahogos de cólera, temblores de indignación, pruritos de estrangularla, de derribarla bajo mis rodillas y hacerle confesar, apretándole la garganta, todos los vergonzosos secretos de su corazón. ¿Estoy loco? No. He aquí que una noche la noté feliz. Sentí que una nueva pasión la embargaba. Estaba seguro, indudablemente seguro. Ella palpitaba como después de mis abrazos; sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su vibrante persona desprendía ese vaho de amor del que provenía mi enloquecimiento. Fingí no comprender nada, pero, mi atención la envolvía como una red. Nada descubrí, empero. Esperé una semana, un mes, una estación. Ella fl orecía en el brote de un incomprensible ardor; se apaciguaba en la felicidad de una inasible caricia. Y, de repente, ¡adiviné! No estoy loco. Lo juro, ¡no estoy loco! ¿Cómo decirlo? ¿Cómo hacerme entender? ¿Cómo expresar esta cosa abominable e incomprensible? He aquí la forma en que me enteré. Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando ella regresaba de un largo paseo a caballo, se dejó caer, con los pómulos rojos, el pecho anhelante, las piernas fl ojas, los ojos fatigados, en una silla baja, frente a mí. ¡Yo la había visto ya así! ¡Ella amaba! ¡No podía equivocarme! Entonces, perdiendo la cabeza, para no contemplarla más, me volví hacia la ventana, y divisé a un criado que conducía de la brida hacia la cuadra su gran caballo, que se encabritaba. También ella seguía con los ojos al animal fogoso y retozón. Después, cuando hubo desaparecido, se adormeció de pronto. Pensé en ello toda la noche; y me pareció calar en misterios que jamás había sospechado. ¿Quién sondeará jamás las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién comprenderá sus inverosímiles caprichos y el sometimiento extraño a las más extrañas fantasías? Todas las mañanas, con la aurora, ella partía al galope por llanuras y bosques; y todas las veces regresaba lánguida, como después de frenesíes de amor. ¡Había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo nervioso y galopante; celoso del viento que le acariciaba el rostro cuando ella se abandonaba a una loca carrera; celoso de las hojas que besaban, al pasar, sus orejas; de las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella oprimía con sus muslos. Todo eso era lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, la saciaba, la agotaba, y después me la devolvía insensible y casi desfallecida. Resolví vengarme. Me mostré dulce y lleno de atenciones con ella. Le tendía la mano cuando iba a saltar a tierra tras sus carreras desenfrenadas. El furioso animal coceaba hacia mí; ella le acariciaba el cuello curvado, besaba sus ollares temblorosos sin limpiarse luego los labios; y el perfume de su cuerpo, sudoroso como tras la tibieza del lecho, se mezclaba en mi nariz con el olor acre y bravío del animal. Esperé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas por el mismo sendero, en un bosquecillo de abedules que se internaba en la selva. Salí antes del alba, con una cuerda en la mano y mis pistolas ocultas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo. Corrí hacia el camino que le gustaba; tensé la cuerda entre dos árboles; y después me oculté entre las hierbas. Pegué la oreja al suelo; oí su galope lejano; después la distinguí allá al fondo, bajo las hojas, como al fi nal de una bóveda, llegando a todo correr. ¡Oh!, no me había equivocado, ¡era eso! Parecía arrebatada de alegría, la sangre le subía a las mejillas, había locura en su mirada; y el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus nervios con un gozo solitario y furioso. El animal tropezó en mi trampa con las dos patas delanteras, y rodó con los huesos rotos. ¡A ella, la recibí en mis brazos! Tengo fuerzas como para cargar un buey. Después, cuando la deposité en el suelo, me acerqué a El, que nos miraba; y entonces, mientras intentaba morderme aún, acerqué una pistola a su oreja… y lo maté… como a un hombre. Pero caí a mi vez, con la cara cruzada por dos latigazos; y cuando ella se abalanzaba de nuevo sobre mí, le disparé mi otra bala en el vientre. Díganme, ¿estoy loco? MAUPASSANT, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos.

EL OTRO PARQUE. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Con la misma impaciencia de siempre, caminó apurada por las somnolientas calles del pueblo rumbo a la plaza. Después de sentarse en el banco de costumbre, observó a su alrededor, tenia miedo de que él faltara a la cita. Él no la hizo esperar mucho, era un taxista de barrio entrado en años que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella iba al gimnasio a practicar “Pilates”, sus dos manos bordearon la cintura de la mujer y la obligaron a mirar hacia atrás. Vamos es tarde, le dijo apenas pudo apartarse de la boca urgida por el deseo y con una fuerte presión de su cuerpo lo impulsó a caminar. No quiero ir a la casa, el plan nos traerá problemas dijo él con voz temblorosa y apesadumbrado signo de desconcierto, pero de ella solo afloró una risotada burlona y provocativa, mientras trataba de estimularlo a concretar el plan que tanto habían elucubrado en sus encuentros furtivos. El parecía un chico que necesitaba protección pero ella le decía que no tuviera miedo, porque todo iba a salir bien y necesitaban terminar con ese matrimonio de conveniencia y mentiras y la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles, resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de placer, libres de toda intromisión. El hombre del sillón no oiría los pasos, afirmó ella en un intento de justificar la seguridad del plan y poco a poco el pánico de él se fue diluyendo por la fuerza del atractivo de la aventura compartida casi todas las noches. Estrechados en un abrazo que alentaba un pérfido deseo, se alejaron de la plaza y se internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles que desembocaban en una cabaña, el chicotazo de una rama lastimó la cara de él, más allá la casa de aspecto importante, apenas iluminada por la tenue luz de una luna creciente. Durante unos minutos observaron con los binoculares a través de la ventana, el interior del estudio donde habían estado con mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas, sino también durante varios años atrás, al hombre leyendo en su sillón favorito de espaldas a la puerta. Ella lo acarició y le dio ánimo, pero él rechazó las caricias, el vértigo de la hora final se acercaba. Por fin marchó apresurado hacia la finca , un puñal yacía tibio en su pecho el común anhelo de libertad lo impulsaba con reconfortante alivio, penetró como un ladrón furtivo en la tenue penumbra y el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles. El perro no ladró, el mayordomo tenía su día de licencia, comenzó a subir los tres peldaños del porche con creciente impaciencia y entró en la sala azul, surcó la galería, subió la escalera alfombrada nadie en la primera habitación, lo mismo en la segunda, abrió la puerta del salón y apareció en el recinto donde conseguirían una intimidad perfecta, arrebatados por el amor y la dicha. Allí vio al hombre leyendo en el sillón se acercó con mucho sigilo, empuño con fuerza el puñal, el hombre giró su cabeza y lo miró a los ojos, luego sintió una detonación, un fuerte estremecimiento lo sacudió y comenzó a temblar como una hoja, una gran mancha púrpura le cubrió el pecho. El plan se había consumado.

CONSULTORIO DE BELLEZA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

En medio de la lluvia de arroz, los flashes, la emoción de los testigos, la alegría de familiares, amigos, y con la libreta roja en sus manos, reciben una única advertencia que casi no se escucha: "Los esposos se deben mutuamente fidelidad, asistencia y alimentos". Se firman las actas y empieza la fiesta. Tenía una mujer bella y esbelta, con una enorme obsesión por el método "Pilates", un patológico sentido estético la llevó a parecer hermosa y a conseguir una fuerte seducción entre los hombres: cada vez que caminaban juntos por la calle, muchos giraban siempre la cabeza para mirarla. Ya era un espectáculo desagradable e invariable. Y aunque él no se sentía celoso y tenía ciertos atractivos, en su interior albergaba la horrible sensación de estar ubicado un peldaño más abajo de su fulgurante esposa. Un atardecer de primavera, mientras él preparaba con esmero un asado a la parrilla, ella bromeó al pasar sobre su pequeña "pancita". Él se observó varias veces en los distintos espejos de la casa y durmió con mucha pesadez. Se trataba de unas pequeñas adiposidades que sólo quedaban de manifiesto con una remera muy ajustada. pero dentro de su mente fueron metamorfoseándose en ampulosos depósitos de grasa acumulada. Esa misma semana buscó en internet un lugar especializado en adelgazamiento y así concurrió lleno de esperanzas de verse mejor para agradar a su hermosa mujer. Era un consultorio de primera línea y muy serio: le hicieron análisis generales y le dieron una dieta baja en calorías y un especial cronograma de ejercicios a cargo de un personal trainer . Después lo convencieron de que era necesario un tratamiento "full". Empezaron con una lipoaspiración, el primer diagnóstico tenía como conclusión que ni siquiera con "Pilates" sudor y constancia lograría quitarse esa horrible grasa localizada. El éxito de la operación lo llevó a sesiones de botox para eliminar diminutas arrugas en su rostro, y a otro ,y a otro procedimiento en una compulsión obsesiva contra las imperfecciones faciales, y más tarde a compras extenuantes de productos antiage en cada perfumería que pasaba. Fue un verano triste y conmovedor: un hombre simple, no mal parecido decidido a transmutarse a sí mismo ante los ojos azules y camaleónicos de su deslumbrante mujer, aunque en verdad se vieron muy poco durante ese estío, dado que las exigencias de los médicos y esteticistas que lo atendían eran muy estrictas. Desde que se levantaba y la noche, después del trabajo asistía a diferentes consultorios y luego corría tres horas por plazas y avenidas, pasaba una cantidad asombrosa de tiempo dedicado a su gran cambio. El sistema de embellecimiento, cuando llegó el otoño, incluyó tratamientos capilares para darle más cuerpo a su pelo, y consiguió una depiladora de torso, espalda y piernas. Ya en este tiempo, parecía un actor de televisión de alto vuelo. Había adelgazado diez kilos y contraído desprecio por determinadas comidas. La parrilla de su casa que con tanto esmero había hecho construir era un conjunto de hierros oxidados y fuera de circulación. En los días de la semana santa, su mujer lo dejó por un taxista entrado en años, gordo y de abundante calvicie que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella concurría al gimnasio a practicar “Pilates”.

EL LIBRO DE ARENA. JORGE LUIS BORGES

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico. Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas. Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora. -Vendo biblias -me dijo. No sin pedantería le contesté: -En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta. Al cabo de un silencio me contestó: -No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir. Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay. -Será del siglo diecinueve -observé. -No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta. Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño. Fue entonces que el desconocido me dijo: -Mírela bien. Ya no la verá nunca más. Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz. Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije: -Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? -No -me replicó. Luego bajó la voz como para confiarme un secreto: -Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin. Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro. -Ahora busque el final. También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía: -Esto no puede ser. Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo: -No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número. Después, como si pensara en voz alta: -Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo. Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté: -¿Usted es religioso, sin duda? -Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico. Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume. -Y de Robbie Burns -corrigió. Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté: -¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico? -No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada. Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan. -Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres. -A black letter Wiclif! -murmuró. Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo. -Trato hecho -me dijo. Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó. Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre. Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches. Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia. No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro. Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad. Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta. Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.